Monografías y Estudios de Antigüedad Griega y Romana
Raúl González Salinero
Las persecuciones contra los cristianos en el Imperio romano
SIG N IFER
Φ Libros
Esta obra ofrece, de manera sucinta pero rigurosa, una visión global de las persecuciones que, de forma discontinua, sufrieron los cristianos durante el Imperio romano, indagando en sus causas, razones, proceso y consecuencias, al tierno que pone en tela de juicio algunos tópicos profundamente asentados en la amplia tradición historiográfíca. A través de sus páginas emerge la idea de que el movimiento cristiano encontró su medio de expansión en una sociedad que se mostró extraordinariamente permeable a nuevas creencias religiosas y que favoreció un entorno de convivencia en el que lo normal fue la tolerancia y lo excepcional los movimientos persecutorios. Aún así, la difusión del cristianismo fue creando graves tensiones en el seno de la sociedad pagana. A pesar de que la corriente paulina trató de encontrar para los cristianos un cauce ideológico de acomodación a las estructuras sociales y políticas del Imperio, los principios exclusivistas de la nueva religión dificultaron cualquier tipo de compromiso con los restantes cultos y, en definitiva, con la tradición politeísta del Estado romano.
SIGNIFER LIBROS Apdo. 52005 MADRID mail : signiferlibros @jazzfree.com http://sapiens.ya.com /signiferlibros ISBN: 84-933267-6-4 PVP. 15,00 €
En la portada : Cubículo “O” de la catacumba de Via Latina.
En
contraportada :
Escena de
damnatio ad bestias en un mosaico de Thysdrus, actual El Djem, Túnez.
Raúl González Salinero
Las persecuciones contra los cristianos en el Imperio romano Una aproximación crítica
Madrid 2005 Signifer Libros
SIGNIFER Monografías de Antigüedad Griega y Romana 15
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I lustración de la portada : Cubículo “O ” de la catacumba de Via Latina. C ontraportada : Escena de damnatio ad bestias en un mosaico de Thysdrus,
actual El Djem, Túnez.
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© Propiedad intelectual: Raúl González Salinero O De la presente edición: Signifer Libros Apdo. 52005 MADRID [emailprotected] http://sapiens.ya.com/signiferlibros ISBN: 84-933267-6-3 D.L.: S.582-2005 Imprime: Eucarprint S.L., Peñaranda de Bracamonte, SALAMANCA
INDICE Prólogo ........................................................................................................................
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1. Razones e imputaciones........................................................................................ 1.1. ¿Motivos religiosos o políticos?........................................................ 1.2. Ateísmo y perturbación dela pax deorum ........................................ 1.3. El culto im perial................................................................................. 1.4. Flagitia ................................................................................................ \.5. Nornen christianum............................................................................. 1.6. Otras motivaciones............................................................................. a) El mantenimiento de la paz en las provincias..................... b) Los collegia illicita y la cuestión económica ..................... c) Antimilitarismo cristiano........................................................ d) ¿Instigación judía? ................................................................ 2. El proceso jurídico de las persecuciones............................................................ 2.1. La base jurídica................................................................................... 2.2. La tortura como salvación de vidas y el origen del martirio glorioso .............................................................................................. 3. El desarrollo histórico de las persecuciones........................................................ 3.1. Ausencia de hostilidades.................................................................... 3.2. El tiempo de las persecuciones aisladas y locales............................ a) El incendio de Roma y la represión neroniana ................... b) La persecución aristocrática de Domiciano.......................... c) La actitud de los primeros Antoninos: Trajano y Adriano . d) La política de los últimos Antoninos: Antonino Pío, Marco Aurelio y Cóm odo.................................................................. e) La amplia tolerancia de los Severos ........................................... f) Maximino Tracio y Julio Filipo el Árabe .................................. 3.3. Las persecuciones generales ............................................................ a) La persecución de Decio ............................................................ b) La persecución de Valeriano ...................................................... c) La Gran Persecución.................................................................... 3.4. Constantino y la nueva era cristiana ............................................... Epílogo ...................................................................................................................... Fuentes y Bibliografía selecta ................................................................................. Ilustraciones ........................................................................................................... índices ......................................................................................................................
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PRÓLOGO
Hasta hace relativamente poco tiempo, se admitía como una realidad incuestionable que el cristianismo había nacido de la religión judía. Parecía evidente que el judaismo había sido anterior al cristianismo. Sin embargo, una parte de la historiografía actual rehúye la idea tradicional según la cual la nueva religión había sido una secta desgajada de su religión madre o, al menos, la somete a los resultados de las últimas investigaciones sobre la pluralidad de textos y doctrinas dentro del judaismo helenístico que obligan a matizar dicha afirmación. A lo largo del siglo I de nuestra era, el mundo judío conoció diversas sectas o movimientos religiosos que pugnaban por adueñarse del concepto de «verdadero Israel» y que proclamaban que su interpretación de la Torá era la única correcta. La corriente rabínica que habría de configurar el «nuevo» judaismo no sería sino una secta más de las muchas que proliferaban en aquella época (el propio Talmud habla de más de veinte). Por ello, algunos investigadores consideran hoy más oportuno reconocer que el cristianismo y el judaismo habían sido consecuencia de un nacimiento gemelo antes que de una especie de genealogía en la que una religión descendiera de la otra. Parece obviarse, no obstante, que el proceso último de definición de una religión no es ajeno, en absoluto, a los rasgos tradicionales a partir de los cuales se forma y menos aún si se considera que la distancia que los separa es mínima, razón por la que la evolución del judaismo a partir de la interpretación, selección y canonización de un bagaje religioso común a las diversas comentes existentes, convertiría realmente al cristianismo en una religión derivada no sólo del mundo cultural judío, sino (y en buena medida) de la expresión última del judaismo de la época. En cualquier caso, parece cierto que, durante algún tiempo, no fue posible para el mundo pagano distinguir a los seguidores de Cristo de los judíos. A ello contribuyó también el hecho de que los miembros del nuevo movimiento (ya fuesen de origen judío o gentil) comenzaran su andadura dentro del ámbito y al cobijo de la sinagoga. La paulatina segregación de las iglesias cristianas respecto de la organización sinagogal y su emergente propagación separatista, así como su crecimiento y expansión en la sociedad imperial, hizo que terminaran por no pasar desapercibidas dentro de la configuración religiosa del Imperio romano. Mientras que el judaismo había gozado desde antiguo de la distinción de religión reconocida (licita religio) y políticamente admitida y «tolerada» por el Estado, el cristianismo tuvo que afrontrar la falta de un reconocimiento oficial de su especificidad religiosa. En realidad, carecía de una respetable tradición
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ancestral que no estuviese vinculada escriturariamente con la antigua religión de la que pretendía emanciparse. De hecho, a ojos del paganismo, resultaba poco convincente reafirmar su independencia respecto del judaismo y, al mismo tiempo, asumir como propios sus textos sagrados para evitar ser considerada de manera despreciativa como una religión advenediza (nova religio). Parecía inevitable que, al acentuar una realidad, se devaluara la otra, salvo que se deslegitimara la existencia coetánea de la «religión madre». A través de un paulatino proceso de desjudaización, la corriente petro-paulina, que se había impuesto con relativa rapidez en la mayor parte de las comunidades cristianas, impregnó en el nuevo movimiento un fuerte sentimiento antijudío que perduraría de forma casi invariable en el desarrollo posterior de las diferentes expresiones (consideradas tanto de signo ortodoxo como herético) que, con el devenir de los tiempos y las transformaciones doctrinales, adoptaría la religión cristiana. La difusión del cristianismo fue creando graves tensiones en el seno de la sociedad pagana. A pesar de que la ideología paulina buscó para los cristianos un cauce conveniente de acomodación a las estructuras sociales y políticas del Imperio, los principios exclusivistas de la nueva religión dificultaban cualquier tipo de compromiso con los restantes cultos y, en definitiva, con la tradición politeísta del Estado romano. En otras palabras: concepciones demasiado opuestas debían inevitablemente conducir a una abierta confrontación (Wlosok, 1971, p. 283). Las clases gobernantes del Imperio habían tolerado a las razas y religiones locales, pero para consentir que se integraran en su propio mundo, exigían la uniformidad, es decir, la adopción de un estilo de vida determinado, de sus tradiciones y educación, así como del uso de sus dos lenguas: el latín y el griego. Aquellos que, de alguna forma (especialmente de un modo tan intolerante como el demostrado por los cristianos) se habían desvinculado de esta cultura, fueron considerados disidentes (Brown, 1989, p. 23). Junto a las reacciones imprevisibles, pero muy influyentes, de una opinión pública dispuesta frecuentemente a suscitar acciones violentas, emerge la postura de la autoridad política romana que, si bien en una primera época actuó contra los cristianos conforme a los mecanismos coercitivos que se derivaban del derecho procesal vigente, terminaría, a partir de mediados del siglo III, por impulsar un cuadro legislativo específico y nuevas formas de intervención jurídica para acabar con la religión cristiana. Diversos han sido los enfoques bajo los que se han estudiado las persecuciones contra los cristianos en el Imperio romano. A pesar de que aún quedan muchas incógnitas por descifrar y de que algunos aspectos de relativa importancia no han sido dilucidados convincentemente, la información de que
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disponemos y los límites a los que nos someten las fuentes conservadas, impiden un avance cualitativo de nuestras investigaciones sobre el particular. A mi juicio, resulta prácticamente imposible encontrar explicaciones novedosas que, de una u otra manera, no hayan sido ya apuntadas por la amplia historiografía que, con variable éxito, se ha acercado al tema. Sin embargo, no me limitaré a exponer los derroteros por los que han transitado las diferentes teorías, o las deudas que han contraído unas sobre otras. Considero que, aun admitiendo las líneas maestras trazadas por determinadas corrientes historiográficas o por ciertos historiadores, es factible buscar elementos que permitan llegar a matizar aspectos que hasta ahora no habían sido adecuadamente valorados, de forma que lo que podría considerarse como un simple detalle sea susceptible de cambiar la óptica desde la que se observa un fenómeno mucho más amplio. Por todo ello, aunque he procurado presentar una visión global de las persecuciones, indagando en sus causas, razones, proceso y fracaso, al tiempo que he prestado atención al hilo de los acontecimientos de una forma cronológica, no he renunciado a pronunciarme en favor del camino que, a juzgar por el sentido último de las fuentes (producto, sin duda, de mi propia interpretación), me ha parecido más conveniente. Incluso he resuelto introducir explicaciones más profundas de las que normalmente se han ofrecido respecto a algunos puntos concretos que, a mi juicio imprudentemente, se habían considerado en cierto sentido marginales.
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1. RAZONES E IMPUTACIONES
1.1. ¿M o t iv o s
r e l ig io s o s o p o l ít ic o s ?
Una parte considerable de la historiografía tradicional ha sostenido siempre que el cristianismo, debido a su espectacular crecimiento y expansión a partir de mediados del siglo II, puso en permanente peligro al poder imperial. Tal sería, según esta corriente de pensamiento, la preocupación fundamental del Estado y, por tanto, la causa profunda que originó las persecuciones contra los cristianos. Concretamente, para L. Rougier (1989, pp. 79-80) no había duda de que las razones reales del antagonismo que enfrentaba al Imperio romano con el cristianismo fueron primordialmente de orden político, pues con el rechazo del juramento cívico los cristianos se situaban al margen de cualquier cargo público, tanto civil como militar. Ello equivaldría a decir que los cristianos constituían un «Estado dentro de otro Estado». Ahora bien, es difícil conciliar esta teoría con una gran parte de las fuentes en las que se defiende claramente la idea de que los cristianos no tuvieron ninguna intención de perder la lealtad hacia un Imperio romano al que, por otro lado, nunca negaron su pertenencia. Si bien es cierto que, a finales del siglo I, en las comunidades de raíz eminentemente judeocristiana en las que predominaban concepciones apocalípticas y escatológicas (como el Apocalipsis de Juan), hubo una declarada oposición al poder romano, no es menos cierto que en las iglesias de origen gentil e inspiración petro-paulina (Epístola a los Romanos ; I Epístola de Pedro ; IEpístola de Clemente a los Corintios; Justino, I Apol., I, 17; etc.) comenzó a desarrollarse al mismo tiempo una doctrina política (a la postre dominante) que conllevaba el sometimiento incondicional de los fieles cristianos a los poderes establecidos, ofreciendo de esta manera una nueva legitimación (y sacralización) ideológica al aparato imperial romano (Puente Ojea, 1974, pp. 213ss.; Ibidem, 1992, pp. 155-157; cfr. Montserrat Torrents, 1992, p. 234). No puede ignorarse que Plinio el Joven reconocería de manera expresa que, efectivamente, el movimiento cristiano no implicaba en sí mismo un peligro para el Estado. Aunque habría que matizar que los valores radicales que inspiraban su doctrina religiosa perseguían un cambio drástico, si bien no en el plano estrictamente político, sí al menos en lo referente a los fundamentos ideológicos y sociales en los que se asentaba el Imperio (Stroumsa, 1994). «El
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hecho fue -afirm a S. Williams- que el espíritu subyacente del cristianismo fue sumamente ajeno a la tradición de Roma y que entre éste y el Estado hubo un abismo de incomprensión. En el mejor de los casos pudo haber tregua entre ellos, pero nunca armonía o verdadera tolerancia, dada la completa diferencia de concepciones que iba unida a cada pensamiento. Había muchos aspectos de esta religión que se desviaban profundamente...» (Williams, 1985, p. 168). Según la mentalidad romana, el ámbito de la religión y el de la política se confundían de forma que apenas podía discernirse una tenue línea de separación entre ellos. Su sistema religioso politeísta posibilitaba una amplia identificación entre la ciudadanía como cuerpo político y, al mismo tiempo, comunidad religiosa. De hecho, se entendía que el culto a los dioses formaba parte del sistema político romano y que éstos garantizaban, a su vez, la propia existencia del Estado. El Imperio romano estaba cimentado en una religión colectiva y nacional que unía el reconocimiento de la «religión oficial» a la legalidad ciudadana. El carácter eminentemente público de esta religión quedó magníficamente definido por Cicerón cuando propugnaba «que nadie tenga dioses individualmente, ni nuevos ni extranjeros, si no han sido reconocidos oficialmente» (De leg., II, 8, 19). Sin embargo, el panteón de la religión romana no estuvo sujeto a una demarcación originaria y definitiva que impidiera la integración de nuevos cultos a medida que el Imperio se extendía por regiones que, hasta entonces, habían permanecido totalmente ajenas a sus costumbres y valores religiosos. La permeabilidad y sincretismo que caracterizaban a la religión pagana fomentaron, al amparo de un sistema legal protector, la convivencia de las más dispares comunidades religiosas bajo la única condición de que no alterasen la seguridad del Estado. Sólo surgieron conflictos cuando una determinada religión ponía en peligro este principio de armonía que definía el sistema político romano al que, como el resto de los cultos oficiales, debía someterse invariablemente. Aunque las confrontaciones anteriores al cristianismo fueron mínimas, cabría destacar la actuación de las autoridades romanas contra las Bacanales en el año 186 a. C. (CIL I 2, 581; Tito Livio, XXXIX, 8-19) o, temporalmente, contra el culto a la diosa egipcia Isis en tiempos de Augusto (Suetonio, Aug., XXXII, 1; Dión Casio, LIV, 6, 6). En cambio, la aceptación voluntaria de dioses foráneos fue inmensamente superior: Mater Magna (Cibeles), Serapis, Mitra, etc. Parece evidente, por tanto, que la hostilidad contra determinados cultos no estuvo normalmente motivada por razones de índole teológica. Nunca se acusaba a los seguidores de una determinada creencia religiosa de adorar a dioses falsos. En cambio, repugnaba el agravio que suponía el rechazo a tributar el debido respeto a los dioses oficiales, símbolos irrenunciables de la unidad del
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Estado. Y, en todo caso, las autoridades mostraron un interés especial en atajar aquellos movimientos (fuesen de carácter religioso o civil) que, a su entender, perseguían fines subversivos. «Al adoptar medidas coercitivas contra una comunidad religiosa -afirma P. Barceló-, el Imperio romano pagano no enjuiciaba el contenido de su culto, sino que valoraba más bien su verdadera o presunta dosis de peligrosidad. La norma seguida era observar el grado de compatibilidad entre la profesión del culto en cuestión respecto a la religión oficial romana. El punto de mira de las autoridades se centraba en el comportamiento de los adeptos a un culto y no en su bagaje confesional» (Barceló, 2003, p. 45). Al abstenerse de la participación en las celebraciones públicas y excluirse voluntariamente de los ritos propios de los cultos paganos, los cristianos incurrían en delitos de desacato e deslealtad frente al Estado y atacaban manifiestamente los fundamentos de la comunidad nacional romana. Aunque los principios teológicos del cristianismo nada interesaban en sí mismos a las autoridades imperiales, las consecuencias del exclusivismo religioso de los cristianos y, especialmente, su negativa a practicar los preceptos que prescribía el sistema religioso oficial (déos non colere), convertían a los seguidores de esta nueva creencia en una fuerza social intolerante y en un peligro para el orden político y religioso del Imperio romano.
1.2. A te ís m o y p e r t u r b a c i ó n d e l a
paxdeorum
Aun si se aceptase sin reserva alguna la teoría de Gamsey (1984, p. 8), según la cual el politeísmo romano era proclive a extender su radio de influencia absorbiendo o neutralizando, por medio del ejercicio de una «tolerancia controlada», a los dioses y cultos ajenos al mundo romano, habría que admitir como hecho cierto que el panteón pagano no se asentaba sobre principios teológicos que impidieran la adaptación e incorporación de nuevas expresiones religiosas o de divinidades desconocidas para la tradición romana. Sólo existió un límite impuesto por la definición misma que legitimaba el sistema politeísta: la tolerancia de cultos diversos siempre que se ajustasen a los márgenes designados por la legalidad. Ni siquiera el monoteísmo estricto habría de ser rechazado por el sistema. Nada impediría prestar culto a una sola divinidad si no venía acompañado de la imposición y la intransigencia. Es innegable que el judaismo constituyó siempre un difícil escollo para el Estado romano y su acomodación dentro de la estructura política y religiosa del Imperio no siempre pudo solventarse de manera adecuada y pacífica. Sin embargo, el monoteísmo cristiano se distanció, a pesar de su raigambre judaica,
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de los límites religiosos impuestos por la Torá y de las aspiraciones inherentes a un culto eminentemente nacional. Para los cristianos, el pueblo elegido por Dios había sido sustituido por todos los pueblos de la tierra y la providencia divina exigía la universalización de la «buena nueva». En realidad, los cristianos no negaron nunca la existencia de los dioses paganos, pero los redujeron a «demonios» que influían negativamente en las acciones humanas. Un hecho que contribuyó a esa idea fue que en el platonismo ya existieran daimones que tenían en común con la divinidad, la inmortalidad, y con los hombres, las pasiones. Entonces, los cristianos identificaron a los demonios con los ángeles que se rebelaron contra Dios en la Creación; y así surgieron los malos espíritus entre los que, sin duda, se encontraban los dioses paganos. Por ello, Pablo conminaba a sus seguidores a evitar cualquier sacrilegio relacionado con ellos: «¿Qué digo, pues? ¿Que lo inmolado a los ídolos es algo? Pero si lo que inmolan los gentiles ¡lo inmolan a los demonios y no a Dios ! Y yo no quiero que entréis en comunión con los demonios» (/ Cor, 10, 19-20). Por su parte, tanto los apologistas como los autores de los Acta Martyrum, no dejaron de denunciar el carácter negativo de los mitos y de los dioses paganos, insistiendo especialmente en sus caprichosas veleidades y sus acciones deshonestas, inmorales y hasta crueles (vid. Boulhol, 2002). Para reforzar su defensa del monoteísmo, los autores cristianos, especial mente aquellos que ya habían asumido gran parte de los valores inherentes a la paideia griega, acudieron también con frencuencia al argumento de autoridad que proporcionaba la filosofía pagana. Sostuvieron que la inmensa mayoría de los grandes filósofos, cualquiera que fuese la escuela a la que hubiesen pertenecido, reconocían la existencia de un «ente» que actuaba como animador y creador del Universo. El error fatal en el que se precipitaba el mundo pagano procedía, sin embargo, de la mala identificación del logos con absurdos ídolos a cuyas diversas atribuciones humanas se confería un infundado valor divino. En un tono triunfalista, Minucio Félix llega a la siguiente conclusión: He expuesto la opinión de casi todos los filósofos que gozan de fama considerable, los cuales hablan de un solo dios aunque con distintos nombres, de forma que se puede pensar que, o bien los cristianos de ahora son filósofos, o bien los filósofos de entonces fueron ya cristianos (Oct., 20, 1; trad. E. Sánchez Salor).
Cierto es que, como también sucedía en gran medida con el pensamiento cristiano (aunque en este caso en un sentido monoteísta), el universo religioso de los romanos, extremadamente supersticioso, se había fundamentado en la creencia de que tanto los fenómenos naturales como el devenir humano eran constantemente manejados por fuerzas extrañas y sobrenaturales. No cabe duda, pues, de que con el absoluto rechazo de los dioses paganos y, aun más, con el
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ultraje al que cotidianamente eran sometidos por boca de sus más preclaros ideólogos, así como con su obstinado repudio de los sacrificios en honor a dichas divinidades, los cristianos mostraban una actitud permanentemente peligrosa para el mantenimiento de lo que los romanos denominaban pax deorum. La acusación de ateísmo contra los que habían sido alcanzados por la creencia cristiana surgió, precisamente, en este contexto. El término carecía del significado filosófico que adquiriría posteriormente. Ahora hacía referencia a la flagrante ignominia que suponía el rechazo por parte de los cristianos de los mitos y dioses tradicionalmente venerados por sus conciudadanos, incluidos aquellos en los que podía apreciarse un ideal universal de concordia y filantropismo (Montserrat Torrents, 1992, pp. 212-213). Equivaldría, por tanto, al concepto de impiedad. Al menos esto es lo que se desprende del estruendo de las masas populares que, según las actas del martirio de Policarpo, reclamaban enloquecidas a la voz común de tolle impíos! (Mart. Pol., 9) la condena final del «arrogante» cristiano: Furioso de ira todo el pueblo de judíos y gentiles que habitaban en Esmima vociferó entonces: «Éste es el maestro del Asia, el padre de los cristianos, el destructor obstinado de nuestros dioses y violador de nuestros templos, el que enseraba que no debían ofrecérseles sacrificios y adorarse las imágenes de los dioses. Por fin ha alcanzado lo que deseaba [...]» (Mart. Pol., 11; trad. D. Ruiz Bueno).
En realidad, puede afirmarse que dentro de la esfera religiosa del mundo grecorromano, el desdén cristiano demostrado hacia la religión pagana y sus dioses tradicionales no hubiese implicado un descalabro moral o una ruptura cultural de impredecibles consecuencias si no fuera porque el incívico «ateísmo» atentaba directamente contra los protectores de la res publica. Es decir, peligraban las buenas relaciones entre las fuerzas divinas y la voluntad humana, y eso podría perjudicar a la prosperidad del Estado y provocar la ira de los dioses, «gobernadores del universo», según las palabras puestas e;i boca del procónsul que condenó a los mártires Carpo, Papilo y Agatónica (Mart. Carp, et alii, 4). La defensa a ultranza de una actitud tan desafiante convertía, de hecho, a la religión cristiana en una illicita religio (vid. Luciano, De mort, per., 13). En palabras de R. Teja, «en una sociedad como la romana, donde era inconcebible el ateísmo y estaba profundamente arraigado el principio de que la religio, la religión oficial, tenía como objetivo asegurar la pax deorum, es decir, la benevolencia de los dioses con el Estado o la ciudad, los cristianos, al no prestar culto a estos dioses, constituían un peligro para toda la comunidad» (Teja, 2003, p. 300). Bajo la óptica pagana, no sorprende que los cristianos, incapaces de plegarse a los convencionalismos supersticiosos de una estructura religiosa con
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un sentido fuertemente comunitario, se convirtiesen en los peligrosos miembros de un movimiento perturbador de la pax deorum y, en definitiva, en responsables de todas las desgracias que, en situaciones de crisis, pudiesen golpear al conjunto de la comunidad ciudadana. «Si el Tiber inunda las murallas, si el Nilo no inunda los campos, si el cielo se para, si la tierra tiembla; si hay hambre, si hay epidemias -protestaba indignado Tertuliano-, enseguida: “¡Cristianos al león!”» (Apol., 40, 2; Ad. nat. I, 9, 3; trad. C. Castillo García; cfr. Orígenes, Contr. Cels., III, 15; Arnobio, Adv. nat., I, 3; etc.). No menos elocuente, en todo caso, se mostraba Cipriano cuando denunciaba, a su vez, la irracionalidad de tales acusaciones: Pero ya que dices que muchos se quejan, y nos achacan que estallan muchas guerras, que causan estragos la peste y el hambre, que prolongadas sequías nos dejan sin lluvia, no debía callar por más tiempo, no se atribuyera mi silencio a cobardía en vez de a comedimiento, y no se creyera que reconocíamos la acusación por descuidar la refutación de responsabilidades falsas (A d D e m ., 2; trad. J. Campos).
Y es que, en efecto, ésta era una imputación que preocupaba muy seriamente a los apologistas cristianos y de la que con mayor urgencia deseaban liberarse: Pero no podré negar -adm ite Arnobio de S ic ca - que esta acusación es poderosísima y que seríamos merecedores de odios mortales, si pudiese probarse que nosotros somos la causa por la que el mundo se ha apartado de sus leyes, los dioses han sido alejados de nosotros, tan gran multitud de desastres mortales ha sido infligida a la humanidad (Adv. nat., 1, 1; trad. C. Castroviejo Bolíbar).
Aún así, no faltaron ocasiones en las que los propios cristianos adoptaron incomprensiblemente un razonamiento semejante al que utilizaban los paganos para defender la lealtad cristiana hacia el Imperio. Algunos apologistas mencionan, en este sentido, un prodigioso suceso (también referido por autores paganos) acaecido en tiempos de Marco Aurelio y gracias al cual la legio XII fulminata halló su salvación en momentos de extrema dificultad (vid. Fernández Ubiña, 2000, pp. 213-226; Perea Yébenes, 2002). Al parecer, debido a una torpe maniobra táctica tras un enfrentamiento con los cuados, el ejército romano, exhausto y diezmado, quedó en una situación muy comprometida al verse rodeado por los bárbaros en una zona estéril y sin posibilidad de avituallamiento. A punto de perecer de sed e inanición, una lluvia inesperada dio fuerzas suficientes a la legión acorralada para romper el cerco y derrotar finalmente al enemigo. Como era de esperar, Roma celebró el asombroso acontecimiento como una ayuda providencial de las divinidades a cuya tutela se había encomendado la suerte del Imperio. Los cristianos, en cambio, afirmaron que habían sido las plegarias de los fieles de la Iglesia que militaban
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en la legio X II las que habían procurado el milagro de la lluvia. Como muy bien ha señalado S. Perea Yébenes (2002, pp. 151-152), se trataba, pues, de un episodio que estos últimos «utilizaron contra el paganismo que los estrangulaba (metafórica y literalmente): escritos apologéticos tan cargados de razones y sinrazones como la propia fe, lanzando a la palestra de la discusión filosófica una mezcla de historias que son verdades a medias, si no mentiras conscientes». Sin embargo, ningún argumento cristiano podía hacer cambiar ya la visión de unas masas populares y, especialmente, unas autoridades políticas que observaban a unos «sectarios» embriagados de ateísmo, máxime si atentaban contra los principios que sostenían ideológicamente el sistema de poder dominante. La religión para los romanos era ante todo ius divinum, es decir, un cuerpo de leyes estables que regulaba las materias sagradas y salvaguardaba la pax deorum por medio de estrictos ceremoniales. Su gran importancia derivaba principalmente, como afirmaba Cicerón, del hecho de que descansaba sobre la auctoritas maiorum {De nat. deor., III, 59), la fuerza de la tradición ancestral. En buena medida, la religion era un instrumento con el que la clase gobernante esperaba mantener las riendas del poder entre sus manos (Ste. Croix, 1981, pp. 270-271). 1. 3. E l
CULTO IMPERIAL
El culto a Roma y al emperador fue instaurado por Augusto como un elemento esencial de su amplio programa de regeneración política y reorganización del culto republicano al servicio de una estabilidad asentada en una autocracia disfrazada de respetuoso conservadurismo. El culto imperial, ideado como el cauce más adecuado para asegurar una pax deorum duradera, logró revestirse de tal notoriedad que llegó pronto a convertirse en una especie de religión de Estado (Brent, 1999). Su dimensión eminentemente política favoreció que se impusiese en importancia al politeísmo tradicional y que, especialmente a partir del siglo III, encontrase vías de encuentro significativas con las concepciones filosóficas y religiosas próximas al monoteísmo. Aunque de una manera aún incipiente, no en vano puede descubrirse en su más remoto origen griego una dimensión singular de la exaltación personal del héroe al que se le confieren atributos sobrehumanos. Como señalaron en su día A. Prieto y N. Marín (1979, p. 80), «el culto al Genius del emperador hemos de verlo como una contribución pública al honor heroico de un hombre viviente, esto es, el reconocimiento de la capacidad de héroe o semidiós que en la religión griega era tan importante». En su esencia misma, el culto al genio o numen del emperador constituía un ritual de lealtad política y sobre este presupuesto fue promovido por el
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Estado romano. Más allá de cualquier significación mística y personal o de cualquier expresión de apoteosis litúrgica, sus formas rituales posibilitaban una interpretación ambivalente entre el «culto al emperador» y el «culto por el emperador» que, en todo caso, vinculaba personal y jurídicamente a todos los ciudadanos con la más alta instancia del Estado. Al rechazar este solemne compromiso, los cristianos entraron en conflicto teórico y práctico con el poder imperial. En definitiva, se les imputaba el delito de lesa majestad (Santalucia, 1990, pp. 118-119). El rechazo al juramento per genium principis fue, sin embargo, justificado por los apologistas desde una perspectiva diferente a la pretendida hostilidad hacia el Estado (Minnerath, 1973, pp. 202-204). Ahora bien, la consideración de la devotio pagana hacia el genius imperatoris como una invocación idólatra a los demonios, alejaba a los cristianos del ritual de adhesión a la fidelidad pública que exigía el Estado a todos sus ciudadanos. Según los apologistas, el único juramento que estaban dispuestos a realizar era el de su profesión de fe. En la ceremonia del bautismo dicho iuramentum o sacramentum (mystérion santificante) confería al creyente su verdadera identidad como miembro de la verdadera comunidad de Dios. Ningún otro ritual podría hacer renunciar al cristiano a este sagrado compromiso. De acuerdo con sus principios, del mismo modo que la renuncia a Satanás unía a los creyentes en Dios, el juramento por el emperador ligaba a los paganos con los deseos de los demonios (Zuccotti, 2000, pp. 90-92). Nada impediría, sin embargo, actuar como buenos ciudadanos y orar a Dios por la salud del emperador y por el bienestar de un Imperio cuya sagrada existencia se debía, además, a la propia voluntad divina (por ejemplo, Clemente, Epist. Cor., 6061). Para Tertuliano no habría ningún modo mejor de mostrar la lealtad de los cristianos hacia el Estado: Por lo demás, nosotros también juramos, aunque no por los genios de los Césares, sí por su salud, que es más venerable que todos los genios. ¿No sabéis que los genios se llaman daem ones y de ahí, en forma diminutiva, daem onia? Nosotros respetamos el plan de Dios sobre los emperadores: Él los puso al frente de los pueblos. Sabemos que en ellos hay algo que D ios ha querido, y por tanto queremos que esté a salvo lo que D ios ha querido, y a esto nos comprometemos como a cumplir un solemne juramento. Por lo demás, a los demonios - e s decir a los g en io s- solem os conjurarlos para hacerlos salir de los hombres; no jurar por ellos, como si les reconociésem os el honor propio de la divinidad (A pol., 32, 2-3; trad. C. Castillo García).
Ahora bien, la predisposición favorable de los cristianos hacia el Imperio poco tenía que ver con la participación en sus rituales oficiales ni con la asunción de los principios ideológicos sobre los que se sustentaba el Estado romano. Puede afirmarse que el desapego cristiano por el culto imperial fue
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objeto de la recriminación pagana más por su carácter incívico que irreligioso. De hecho, según reflejan los Acta Martyrum, la insistencia de las autoridades romanas en que los procesados abandonasen su incomprensible obstinación, permite deducir que la exigencia del culto imperial como condición para otorgar el deseado indulto era totalmente racional y moderada, y que no parecía advertirse que con ello pudiesen verse comprometidas las creencias religiosas particulares (Montserrat Torrents, 1992, p. 170). Es cierto que, con frecuencia, se ha concedido demasiada importancia a la dimensión exclusivamente religiosa del culto imperial como aspecto impulsor de las persecuciones, olvidando que, en ningún caso, constituía un factor aislado respecto al sistema politeísta del que formaba parte. H.-J. Klauck (2003, p. 329) ha llamado la atención sobre la constante presencia en la religiosidad tradicional grecorromana de la idea de la epifanía de los poderes celestiales en forma humana y de la apoteosis de los seres humanos en los rituales de tránsito de la vida a la muerte como elementos ancestrales que aparecen totalmente integrados en el lenguaje de los mitos antiguos. La desafección cristiana por las deidades más veneradas seguía paralela al rechazo del culto al emperador desde el instante en que ambas impiedades pertenecían a una misma órbita ideológica y atentaban contra toda la comunidad ciudadana. Aun así, la escasa incidencia real del culto al emperador en la vida cotidiana de los habitantes del Imperio permitió a los cristianos abstenerse de participar en los actos oficiales, que durante largo tiempo no presentaron carácter expresamente obligatorio para todos los ciudadanos. Salvo en contadas ocasiones en las que el culto imperial fue exacerbado por algún emperador obsesionado por elevar sus pretensiones sublimes de gobierno a los excesos de un comportamiento tiránico (caso de Domiciano), o por la acción esporádica de autoridades locales con un profundo sentido de servicio a los signos externos de la función pública, puede afirmarse que el rechazo a dicho culto no constituyó un motivo central de las persecuciones, al menos con anterioridad a mediados del siglo III.
1. 4 . F l a g it ia La mayor parte de los intelectuales paganos que arremetieron contra los cristianos fueron, de una u otra forma, representantes significativos de una aristocracia que confiaba en la defensa de la pietas como el principal baluarte del /nos maiorum, de los pátrioi nómoi (las tradiciones de los padres). Todos ellos consideraban al cristianismo como una superstitio prava, immodica, externa (depravada, desmedida, extranjera). Ciertamente, el término «supersti
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ción» no poseía (ni posee) un campo semántico bien definido. Etimológica mente se aproximaba a la idea de «algo que sobra» y, desde esta perspectiva, se aplicaba a creencias arcaicas que hubiesen sido ya superadas, o que no encontraban acomodo alguno dentro de la tradición grecorromana. Desde un punto de vista jurídico designaría, de manera mucho más concreta, a las prácticas y ritos relacionados con la magia y, en general, a cualquier religión extranjera que amenazase Ja utilitas publica y que, a causa de ello, fuese considerada ilícita por el Estado. Sin embargo, el cristianismo no sólo sería una simple superstitio, sino también noua et malefica (Suetonio, Ner., 16,2). De ahí que los cristianos fuesen pronto sospechosos de cometer delitos contra la res publica. Los delitos en el Derecho romano podían ser públicos o privados, según se tratara de actos que ofendiesen al Estado o a un particular. Los primeros recibían el nombre de crimina; los segundos se denominaban delicta o maleficia. Para la mayoría de la doctrina, el término flagitium era empleado también para designar el acto torpe en general y, de modo técnico, la transgresión de las buenas costumbres, así como el delito militar. En lo que respecta al cristianismo, tanto el pueblo como los intelectuales paganos estaban plenamente convencidos de su implicación en execrables delitos contra las costumbres (flagitia), lo que generaría, en no pocas ocasiones, la hostilidad de los grupos más conservadores de la administración romana, en especial del Senado y de los gobernadores provinciales. Tácito se hizo eco de la mala reputación de los cristianos en su narración de los acontecimientos a raíz de los cuales fueron conducidos a la pena capital por Nerón tras el incendio de Roma del año 64: En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus ignominias. Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad, lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas. El caso fue que se empezó por detener a los que profesaban abiertamente su fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano (Tácito, Ann., XV, 44, 2-5; trad. J. L. Moralejo).
Ahora bien, ningún autor pagano (ni siquiera Tácito en este texto) menciona de qué clase de flagitia o de qué tipo concreto de crímenes horribles eran culpables los cristianos, y tampoco ofrece pruebas de la veracidad de tales acusaciones. Toda la información al respecto procede, paradójicamente, de fuentes cristianas.
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Algunos apologistas dan a entender que, con frecuencia, las autoridades romanas actuaron contra los cristianos guiadas por el profundo convencimiento de que eran ciertas aquellas acusaciones que tomaban como fundamento un comportamiento especialmente nefando (Tertuliano, Apol., 37, 8). Precisa mente, gracias a la literatura apologética conocemos en detalle el carácter abominable de los crímenes que, según los cristianos, les eran atribuidos por los maledicentes paganos: orgías sexuales, rituales sangrientos, antropofagia (o banquetes tiesteos), incesto, prácticas abortivas, etc. (Atenágoras, Leg., 3; Justino, II Apol., 12, 4-5; Orígenes, Conír. Cels., VI, 27 y VI, 40; Teófilo de Antioquía, A d Autolycum, 3,4; Tertuliano, Apol., 2, 5; etc.). Cabría, no obstante, preguntarse si tales imputaciones tenían alguna base real para que la maquinaria judicial romana las tuviese seriamente en consideración en los diversos procesos incoados contra los cristianos. Obradas las oportunas investigaciones, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia-Ponto en tiempos de Trajano, reconoció en carta al emperador que no había hallado flagitia en los cristianos, pero que no le había pasado desapercibido el carácter ciertamente inicuo de sus extrañas costumbres. Ahora bien, si hubo momentos en que esta última apreciación pudo dar lugar a una mayor severidad en el juicio que algunos magistrados se formaron acerca del carácter impío o inmoral de esta nueva secta, sería probable que entonces se concediese crédito a acusaciones que trataban de inculpar a sus obstinados seguidores de delitos indecentes y reprobables para las respetables tradiciones romanas. S. Benko (1985, p. 163) llamó la atención sobre el hecho de que en las primeras comunidades cristianas, aún no del todo organizadas conforme a una doctrina y jerarquía plenamente establecidas, hubo grupos descontrolados que, por su comportamiento libertino, pudieron dar la impresión, y hasta cometer, acciones especialmente deshonestas o flagitia. El autor de la Carta de Judas, 12, denuncia que algunos hombres se habían infiltrado en las comunidades con la única intención de practicar la «lujuria». De ellos afirma que «son una mancha cuando banquetean desvergonzadamente en nuestros ágapes y se apacientan a sí mismos; son nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz» (Judas, 12). Ignacio de Antioquía aconsejaba a los fieles total transparencia en su comportamiento para evitar que los paganos confundiesen la decencia de la gran mayoría de los cristianos con la imprudencia de una minoría desaprensiva: «No deis pretexto a los gentiles para que por unos cuantos insensatos se maldiga de la muchedumbre que se consagra en Dios» (Tral., VIII, 2). Y en términos muy similares ya se había expresado el autor de la Primera Epístola de Pedro (2, 12): «Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, en lo
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mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la Visita». Habremos de intuir, sin embargo, que resultaba extremadamente difícil para los paganos del siglo II distinguir con claridad entre los miembros que pertenecían a la corriente petro-paulina de la «gran Iglesia» cristiana y aquellos otros adeptos adscritos a ciertas «sectas» periféricas de las que, en parte, se hacían eco las fuentes anteriormente citadas. Si a esto añadimos que ni siquiera la corriente ortodoxa había definido todavía con claridad sus contornos, podrá entenderse que a un observador exterior le resultase prácticamente imposible disociar con acierto los grupos cristianos existentes, incluso si estaba bien documentado, como pudieron ser los casos de Celso o Porfirio (Montserrat Torrents, 1992, p. 183). Por otro lado, los propios escritores antiheréticos, como Ireneo de Lyón (Adv. haer., I, 13, 1-5; I, 25, 3; I, 31, 1-2), Clemente de Alejandría (Strom., III, 4, 30; III, 34, 3; VII, 17, 108, 2) o Hipólito de Roma (Refut., V, 7, 14; V, 7, 18-19), por citar sólo algunos ejemplos, acusaban constantemente a estas tendencias heterodoxas, especialmente a aquellas de origen gnóstico, de fomentar costumbres disolutas. Al igual que en otros muchos de sus textos, el siguiente de Ireneo acerca de la perniciosa moralidad de los gnósticos valentinianos refleja dicha imputación con una gran expresividad: Por esto, los más perfectos entre ellos practican sin rebozo todas las acciones prohibidas, sobre las cuales las Escrituras afirman que los que las com eten no heredarán el Reino de D ios. Comen, pues, indiferentemente las cam es sacrificadas de los ídolos, sosteniendo que no están contaminadas para ellos, y toman parte los primeros en toda festividad de los paganos y en todo regocijo en honor de los ídolos. Los hay entre ellos que ni siquiera se abstienen de la costumbre, odiada por D ios y por los hombres, de las luchas de fieras y de las peleas de gladiadores. Algunos, entregados a fondo a los placeres de la carne, dicen que dan lo camal a lo carnal y lo espiritual a lo espiritual. Los hay que ocultamente corrompen a las mujeres a quienes enseñan su doctrina; con frecuencia estas mujeres engañadas, y luego convertidas a la Iglesia de Dios, han confesado esta desviación junto con otras. Otros, sin rebozo y desvergonzadamente, quitan a sus maridos las mujeres que aman, haciéndolas esposas suyas. Los hay que al com ienzo se comportan como es debido, fingiendo cohabitar con mujeres hermanas, pero el tiempo se encarga de denunciarlos, pues el hermano deja encinta a la hermana (Adv. haer., I, 6, 3; trad. J. Montserrat Torrents).
Ahora bien, este tipo de ensañamiento dialéctico parece haber sido habitual como recurso ofensivo en las numerosas controversias doctrinales que enfrentaban a diferentes corrientes dentro del cristianismo antiguo. En este sentido, es muy significativo que Tertuliano, ya convertido al montañismo, vierta contra los «psíquicos» (es decir, los católicos) aquellos mismos improperios que antes, desde sus mismas filas, había dirigido contra los movimientos que entonces consideró heréticos: «Peor es todavía la ágape, pues
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gracias a ella tus adolescentes duermen con las hermanas. Así la lascivia y la lujuria se convierten en complemento de la gula» (De ieun., 17, 3; trad. Montserrat Torrents, 1992, p. 195; cfr. Cipriano, Epist., 13, 5,1). Y es que, en efecto, hubo algunas prácticas que despertaron las sospechas en la jerarquía de las comunidades cristianas petro-paulinas, suscitando incluso desde su seno severas críticas. Afloraron algunas advertencias sobre la excesiva morosidad observada en algunos ósculos fraternales durante la agápe (Atenágoras, Leg., 32; Clemente de Alejandría, Paedag., III, 11, 81, 3; Cipriano, Epist., 6, 1) y sobre la desconfianza que inspiraba la dudosa costumbre de alojar vírgenes jóvenes (subintroductae o agapetae) en compañía de guías espirituales (Pastor de Hermas, simil., IX, 10, 7-11, 8; Clemente, IEpist. virg., 10, 1-2). En todo caso, si, como parece, todos estos comportamientos inmorales (algunos de ellos producto simplemente de una mala interpretación de la liturgia cristiana) llegaron a oídos de los paganos o bien pudieron haberlos observado en ciertos grupos marginales, cabría suponer que, tras asumir que tales conductas reprobables constituían uno de los principales rasgos de la religión cristiana, la acusación de flagitia pudo haber gozado de una amplia credibilidad, no sólo entre las masas populares sino también entre las autoridades imperiales, especialmente en el ámbito de la administración provincial. Ésta era la razón por la que A. N. Sherwin-White (1981, p. 277) mostraba su desacuerdo con G. E. M. de Ste. Croix al considerar que los flagitia constituían la razón principal por la que los cristianos fueron procesados en la primera época de las persecuciones (siglos I-II). En cambio, este último autor (1981, pp. 257 y 285), que estaba convencido de que el Estado romano escondía otro motivo mucho más importante que no ha llegado hasta nosotros para perseguir a los cristianos, concedía a la acusación de flagitia una importancia relativa y, en todo caso, únicamente puntual. El tumulto popular que se produjo en Lyón en el 177 sería precisamente un ejemplo concreto y esporádico que ilustraría cómo la acusación de costumbres aborrecibles desencadenó en el vulgo una reacción hostil contra el movimiento cristiano. Ireneo, que ya había conocido a los gnósticos marcosianos en Asia Menor (probablemente en Esmima) a mediados del siglo II, había registrado sus actividades en la Galia a partir del 170 aproximadamente. No sería extraño, pues, que los paganos confundiesen a los miembros de esta secta, cuyo comportamiento abominable había despertado durante los últimos años su abierta animadversión, con los cristianos de credo católico, considerando erróneamente que todos ellos pertenecían a un mismo movimiento religioso.
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1.5.
N O M E N CHRISTIANUM
Según los apologistas cristianos, las difamaciones asumidas como ciertas por los paganos acerca del cristianismo,’ dieron lugar a que las acusaciones contra todos aquellos que profesaban esta religión se sustentaran únicamente en la mera formulación per nomen. Ignacio de Antioquía sería el primer individuo cristiano de cuya condena por este motivo tenemos constancia documental. «Es cierto -asegura en Efesios, 3 ,1 - que estoy encadenado por el nombre, pero no he llegado todavía a la perfección de Jesucristo». La literatura apologética cristiana fundamentó buena parte de su defensa en argumentos de carácter eminentemente jurídico. Podemos apreciar en numerosos autores la denuncia insistente de intolerables agravios comparativos en el proceso judicial que afectaba a los cristianos. Se reprochaba con indignante escándalo que, mientras el resto de los detenidos era juzgado por el tribunal en virtud de acusaciones específicas que, a su vez, eran sometidas a una correcta investigación por parte de los magistrados, los cristianos recibían la sentencia de muerte simplemente por razón de su nombre. Así lo expresaba Tertuliano: Y por último, si es verdad que som os tan dañosos, ¿por qué razón vosotros m ismos nos tratáis de modo distinto que a nuestros semejantes -lo s demás delincuentes- siendo así que debería darse el m ismo tratamiento a quienes son igualmente culpables? Cuando otros son acusados de los crímenes de los que se nos acusa a los cristianos, pueden defenderse personalmente o pagando a un defensor para probar su inocencia; se les ofrece la oportunidad de replicar, de impugnar, ya que no es en absoluto lícito condenar a nadie sin oir su defensa. Solamente a los cristianos se les impide dar a conocer lo que podría refutar la acusación, defender la verdad e impedir que la actuación del juez sea injusta; lo único que se pretende es satisfacer un odio público: conseguir la confesión de un nombre, no investigar un crimen (Apol., 2, 1-4; trad. C. Castillo García).
Con argumentos muy similares a los utilizados por éste y también por otros apologistas (Justino, I Apol., 4; 24; II Apol., 2, 16; Taciano, Or. graec., 27), Atenágoras aseguraba que los cristianos estarían dispuestos a asumir el castigo merecido si se demostrase que habían incurrido en delito, pero no la condena que, sin pruebas ni defensa alguna, se pronunciaba contra ellos por el insólito hecho de portar un simple nombre: Y si alguno es capaz de convencem os de haber cometido una injusticia pequeña o grande, no rehuimos al castigo, antes pedimos se nos aplique el que hubiere de más áspero y cruel; mas si nuestra acusación no pasa del nombre - y por lo menos hasta el día de hoy lo que sobre nosotros propalan no es sino vulgar y estúpido rumor de las gentes, y ningún cristiano se ha demostrado haya cometido un crim en-, negocio vuestro es ya, com o de emperadores máximos y humanísimos del saber, rechazar de nosotros por ley la calumnia [...] Y, en
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efecto, no dice con vuestra justicia que, cuando se acusa a otros, no se los condena antes de ser convictos; en nosotros, empero, puede más el nombre que las pruebas del juicio, pues los jueces no tratan de averiguar si el acusado com etió crimen alguno, sino que se insolentan, como si fuera un crimen, contra el solo nombre [...] (Legat., 2; trad. D. Ruiz Bueno).
Si, como parece advertirse en los citados textos, los cristianos no dejaban de estar sujetos a la corroboración de las pruebas que habrían de servir para dictar sentencia firme conforme al procedimiento común seguido para el resto de delitos, no cabe duda de que los apologistas estarían en lo cierto al denunciar clamorosos desajustes procesales en las causas judiciales en las que aparecían implicados. Sin embargo, la condena en virtud del nomen christianum tenía su origen en la persistencia de un delito probado en un proceso abierto ex tempore. Se puede afirmar que los cristianos fueron reprimidos por la autoridad imperial por presentarse como seguidores (y, por tanto, secuaces) de un cabecilla subversivo que había sido juzgado, condenado y ajusticiado por el poder romano. Es decir, en la terminología de la época, por el simple nombre de cristianos. En realidad, hasta mediados del siglo III, la acusación per nomen constituía motivo más que suficiente para emprender un proceso judicial contra los cristianos, ya que el reconocimiento y la voluntad de pertenencia a un grupo «proscrito» convertía al cristiano en un individuo que se situaba al margen de la legalidad romana. En este sentido, cabría advertir (como veremos más adelante) que la actuación coercitiva ejercida por los tribunales no entraba en desacuerdo con la laxitud procesal de la cognitio extra ordinem, en la que el magistrado era instructor de la causa, acusador y juez simultáneamente.
1.6. O t r a s m o t iv a c io n e s
a) El mantenimiento de la paz en las provincias El inevitable enfrentamiento del Estado romano con el cristianismo constituye un largo proceso histórico que no obedeció a un desarrollo lineal, ni estuvo exento de momentos de máxima intensidad frente a otros períodos de relativa tranquilidad. Las grandes persecuciones generales que fueron impulsadas directamente por voluntad de los emperadores afectaron, en mayor o menor medida, a todo el Imperio, pero también se registraron acciones persecutorias promovidas por iniciativa de las autoridades provinciales independientemente de lo que, en esos precisos momentos, sucedía en Roma.
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Estas últimas, cuando no dependían directamente de edicta imperiales, obedecían, en efecto, a razones particulares y aisladas. Hasta el siglo III, fueron los gobernadores provinciales, antes que los propios emperadores, quienes actuaron de forma más contundente contra los cristianos. Según las fuentes, la principal razón que movió a estos altos funcionarios del Estado a decretar «persecuciones» locales o a iniciar procesos sangrientos contra los seguidores de Cristo, fue la imperiosa necesidad de mantener la paz en la provincia (pacata atque quietaprouincia), especialmente cuando las masas populares exigían una acción drástica sobre aquellos que, presumiblemente, podían provocar disturbios y malestar entre la población pagana (Ste. Croix, 1981, pp. 250 y 267; cfr. Lepelley, 1969, pp. 37-40). Si la opinion pública deseaba la «persecución», el gobernador se veía en muchas ocasiones impelido a satisfacerla para evitar rebeliones y mantener la paz social, funciones primordiales de toda autoridad provincial, como nos muestra el siguiente texto del Digesto que recoge la opinión de Ulpiano sobre el particular: Ulpiano, en el séptimo libro sobre el oficio del procónsul, decidió ocuparse del grave y buen gobernador que se preocupa porque la provincia se mantenga quieta y pacífica, que no difícilmente se obstinará, si lo lleva a cabo con rotundez, con el fin de que la provincia carezca de hombres malos, y además los busque: pues debe encontrar a los sacrilegos y plagiarios ladrones, debe castigar a cada uno según haya delinquido, y debe dar escarmiento a los encubridores de éstos [...] (D igesto, I, 18, 13; trad. A. D ’Ors et alii).
b) Los collegia illicita y la cuestión económica A veces, se ha alegado que los cristianos fueron acusados del delito de pertenencia a asociaciones ilegales (collegia illicita) y que, al proceder el Estado contra ellos, éste no se comportó de manera diferente a como actuaba normalmente contra todos aquellos movimientos que podían perturbar a la sociedad (o que, de hecho, daban muestras fehacientes de hacerlo) con su alteración pública de las antiguas costumbres (por ejemplo, Moreau, 1956, p. 71). Es cierto que las autoridades romanas permanecieron siempre muy atentas a las asociaciones secretas y que no ignoraron que los cristianos se solían reunir sin autorización una vez caída la noche, razones por las que pudieron haberse originado acciones policiales que desembocaran eventualmente en persecu ciones de fuerte impacto local. A juzgar por las observaciones de Tertuliano sobre este particular, habría que mantener ciertas reservas respecto a la opinión de G. E. M. Ste. Croix (1981, p. 252) según la cual «este aspecto no pudo haber tenido importancia real: no sabemos de ningún cristiano que fuera perseguido
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por pertenencia a un collegium illicitum». El apologista africano, sin embargo, contradice en cierto modo dicha apreciación cuando hace referencia a la consideración, generalmente admitida por los paganos, de que la religión cristiana era una asociación ilítica como muchas otras: Pero hay más; tampoco convenía que, por decirlo más suavemente, se considerara que fuera contada entre las facciones ilícitas esta comunidad que no comete ninguna acción semejante a aquellas facciones ilícitas contra las que se toman precauciones (Tertuliano, A pol., 38,1 ; trad. C. Castillo García; cfr. Apol., 39, 20-21).
Según todos los indicios, hemos de suponer que, en buena lógica, los cristianos se acogieron al procedimiento legal de formar collegia tenuiorum y collegia religionis causa para poder configurar y reivindicar jurídicamente ante el Estado la propiedad eclesiástica de sus lugares de reunión y enterramiento (Bovini, 1948; Sordi, 1988, p. 172). Especialmente a partir del siglo III, dicho patrimonio fue incrementándose de forma considerable mediante diversas recaudaciones colectivas y sustanciosas donaciones por parte de fieles particulares. Es fácil suponer que, en virtud de la constatación de una prosperidad económica cada vez mayor, a la aversión que muchos paganos sentían hacia las iglesias cristianas, se le uniera ahora la codicia personal. Debido a las frecuentes denuncias, toda la comunidad cristiana estaba, de alguna manera, sometida a los ojos indiscretos de los delatores, los cuales esperaban que la prisión y la condena final de los cristianos procesados gracias a su valiosa información, les procurara pingües beneficios económicos. Tertuliano asegura que «hay quienes han comenzado a negociar reclamando pago y recompensa por una actuación violenta» (Apol., 38, 2). Tampoco habría que descartar que, en determinados momentos de crisis económica o urgente necesidad monetaria, el propio Estado observase la posibilidad de obtener cuantiosos recursos a costa de la Iglesia y que, guiándose por la perspectiva de amortiguar una situación de penuria, impulsase acciones persecutorias contra los cristianos con el único fin de apoderarse de sus enormes riquezas. En este sentido, es muy posible que la persecución de Valeriano escondiese realmente esta motivación, ya que, como ha apuntado P. Brezzi (1960, pp. 54-55), es muy significativo que dicho emperador cambiase (quizás por sagaz consejo de su astuto ministro Macrino) su política permisiva hacia los cristianos, presumiblemente para aplacar los efectos de la aguda crisis financiera que afectaba al Imperio y que ahogaba de forma crítica a las arcas del Estado.
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c) Antimilitarismo cristiano Uno de los más altos propósitos de la literatura apologética era el de llegar a persuadir a la sociedad pagana y a las autoridades del Estado de que los cristianos se comportaban como ciudadanos ejemplares cumpliendo de modo impecable con todos sus deberes cívicos (especialmente los relacionados con el fisco: Justino, I Apol., 17, 1; Tertuliano, Apol., 42, 9), motivo por el que reclamaban el ejercicio libre y pacífico de sus prácticas religiosas. No parece, sin embargo, que el fracaso de sus aparentemente convincentes argumentos en dicho sentido despertara ansias de rebelión entre las comunidades cristianas al comprobar que las acciones persecutorias no cesaban. Antes bien, consideraron que, tal y como había enseñado el Apóstol, debían asumir con resignación el orden impuesto por la voluntad divina, fuese éste favorable o contrario a los intereses de la Iglesia en su andadura terrenal. Puesto que sólo Dios conocía las razones últimas por las que los soberanos paganos habían sido situados al frente del Imperio, no era legítimo subvertir los misteriosos designios providenciales (Puente Ojea, 1974, pp. 249ss.). De hecho, según los apologistas, si los cristianos sufrían persecución era debido a las oscuras e insidiosas intrigas de los démones malignos y no a las decisiones de los emperadores (Justino, / Apol., 5, 1-3; IIApol., 1, 2; Tertuliano, Apol., 27, 3-5; Orígenes, Contr. Cels., IV, 32), cuya sabiduría y justicia fue ensalzada en numerosas ocasiones por la pluma de los propios autores cristianos (por ejemplo, de Melitón de Sardes en su Apología, según cita Eusebio de Cesarea, Hist, ecci., IV, 26,6). Pocos textos pueden ser más explícitos en la defensa de la autoridad imperial y la legitimidad del Estado que el siguiente de Justino: D e ahí que sólo a D ios adoramos; pero, en todo lo demás, os servimos a vosotros con gusto, confesando que sois emperadores y gobernadores de los hombres y rogando que, junto con el poder imperial, se halle que también tenéis prudente razonamiento. Mas si no hacéis caso de nuestras súplicas ni de esta pública exposición que os hacemos de toda nuestra manera de vida, nosotros ningún daño hemos de recibir, creyendo o, más bien, estando como estamos persuadidos que cada uno pagará la pena conforme merezcan sus obras, por el fuego eterno y que tendrá que dar cuenta a D ios según las facultades que de D ios mismo recibió [...] (IApol., 17, 3-4; trad. D. Ruiz Bueno).
Así pues, desde esta perspectiva, los cristianos no tuvieron ninguna razón religiosa que les impidiera aceptar el orden establecido o llegar a participar en las instituciones del Imperio, incluido el ejército. Sabemos, de hecho, que su presencia dentro de la organización militar romana se remontaba al siglo II. Es cierto que hubo desde antiguo una corriente crítica profundamente pacifista dentro del cristianismo que se oponía a la participación cristiana en el ejército
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romano. Sus más insignes representantes (Tertuliano, Amobio, Lactancio), siempre fueron, sin embargo, censurados por la gran mayoría de los apologistas que seguían la posición «oficial» de la gran Iglesia (por ejemplo, Orígenes, Contr. Cels., VIII, 73). Puesto que la cuestión de la objeción de conciencia, de origen exclusivamente religioso, sólo podía sentirse con cierta intensidad en aquellos momentos en que las convicciones religiosas entraran en conflicto con los signos rituales que presidían la vida militar, es muy probable que apenas tuviese incidencia dada la permisividad que, respecto a estas formalidades externas, existía dentro del ejército romano. La vida militar se regía por un código realmente tolerante con las diferentes prácticas y creencias religiosas. «De hecho, Roma no impuso -tal y como señala con acierto J. Fernández Ubiña (2000, p. 589)- ninguna política religiosa específica en el ejército, ni se interesó en absoluto por las creencias personales de los soldados o por sus posibles actividades proselitistas». Resulta, pues, difícil aceptar que una de las razones por las que Diocleciano decidió depurar el ejército de sus elementos cristianos fuese la pérdida de disciplina provocada por la supuesta infiltración antimilitarista en el seno de sus filas, con la consiguiente influencia perniciosa sobre el resto de los soldados, ya que dicha depuración también fue impuesta al resto de la administración pública. Pero es innegable, no obstante, que la corriente contestataria y pacifista pudo atraerse, a veces, la desaprobación de la sociedad pagana. Como muy bien ha señalado J. Fernández Ubiña (2000, p. 203), «es, pues, evidente la existencia de grupos extremistas de cristianos que eludían por principio participar en el ejército y que esta actitud merecía el reproche de los patriotas romanos, pues suponía un debilitamiento del Imperio ante los peligros que entonces lo acechaban, especialmente los de orden militar. Aunque Hamack sospechaba que era la Iglesia como institución la que se oponía formalmente a que sus fieles participasen en la milicia, más bien parece tratarse de grupos minoritarios». No disponemos de suficiente información para pronunciamos sobre la importancia real que pudieron tener estas tendencias antimilitaristas como factor desencadenante de eventuales acciones persecutorias contra los cristianos, pero todo indica que, en cualquier caso, ocuparon un lugar muy marginal. d) ¿Instigación judía? Atendiendo solamente a unas pocas fuentes cristianas, en gran medida descontextualizadas o bien de dudosa credibilidad, la historiografía tradicional (Hamack, 1904,1, pp. 64-67; Frend, 1958; Frend, 1965, p. 334; Simon, 1986, pp. 115ss.; etc.) ha sostenido durante mucho tiempo la idea de que los judíos
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impulsaron o participaron activamente en muchas de las persecuciones paganas contra los cristianos. Historiadores eclesiásticos como B . Llorca ( 1964, p. 162) no dudaron en afirmar que «los judíos fueron los elementos más activos en fomentar el ambiente de odio contra los cristianos, a quienes consideraban suplantadores de la ley mosaica» (cfr. últimamente Álvarez Gómez, 2001, p. 98). Es cierto que Tertuliano afirma que «las sinagogas de los judíos» eran «fuentes de persecución» (Scorp., 10,10), pero, al mismo tiempo, aftade que los apóstoles «fueron capaces de resistir sus azotes {flagella)», lo que indicaría que el autor no estaba haciendo referencia directa a su época, sino ensalzando los heroicos tiempos apostólicos (Scholer, 1982, pp. 822-823; Taylor, 1995, p. 95). Tampoco puede vincularse, como a menudo se ha pretendido, esta amarga censura de aquella antigua hostilidad judaica hacia los representantes de un movimiento que era considerado herético (míním) (Borgen, 1998, pp. 284-285), con las persecuciones posteriores del Estado romano sólo porque, a continuación, Tertuliano denuncie a «las asambleas paganas con sus propios circos donde, en verdad, fácilmente claman a gritos la muerte de la tercera raza» (ibidem). En un intento desesperado de defensa de la religión cristiana, el apologista desea transmitir la idea de que los cristianos habían sido siempre víctimas de la injusticia, tanto en épocas pasadas (a manos de los judíos) como en el presente (a manos de los paganos). Un valioso pasaje de su Apologeticum no dejaría lugar a dudas sobre esta correcta interpretación: Los discípulos, por su parte, dispersos por el mundo, obedecieron el mandato de su maestro que era D ios, y también ellos sufrieron muchas persecuciones por parte de los judíos, y también, de buen grado, en Roma por su lealtad a la verdad, y por último, por la crueldad de Nerón, sembraron la sangre cristiana (Tertuliano, Apol., 21,25; trad. C. Castillo García; cfr. Tertuliano, Aciv. Ind., 13, 26).
Por otro lado, resulta realmente extraño que en los textos apologéticos más significativos dirigidos contra la religión judía no exista referencia alguna a esa supuesta hostilidad judaica después de la época apostólica (por ejemplo, Aristides, Apol., 14; Justino,Dial. Tryph., passim; I Apol., 47ss.; Tertuliano, Apol., 21). De hecho, apartir del siglo II, constatamos un completo silencio en tomo a la supuesta hostigación coetánea de los judíos sobre los cristianos (Parkes, 1934, pp. 132 y 150). Antes bien, contamos con algunas referencias (Mart. Pion., 13; Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., VI, 12, 1 y quizás también, aunque de una manera solapada, Tertuliano, Apol., 21,1) que nos podrían hacer pensar que, en determinados momentos persecutorios de extrema virulencia, hubo casos en que, al amparo del privilegiado status jurídico del que gozaba la
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comunidad judía, los cristianos fueron protegidos por las sinagogas (Frend, 1964, pp. 361-362; Simon, 1986, p. 124). En realidad, tan sólo disponemos de dos textos procedentes de las Actas de los Mártires en los que aparece registrada sin lugar a dudas la activa participación de los judíos en las persecuciones de los paganos contra los seguidores de Cristo. El autor anónimo del Martyrium Polycarpi aseguraba que aquéllos no sólo participaban de la misma ira que animaba al pueblo gentil a reclamar la pena capital para el impío cristiano (Mart. Pol., 11), sino que además colaboraron de manera activa en los preparativos de la hoguera destinada para el suplicio del condenado: «entonces el pueblo voló a los baños y talleres a buscar leña y sarmientos, y más que nadie los judíos» (Mart. Pol., 12). Por su parte, en las actas del Martyrium Pionii se afirmaba que «entre las turbas había catervas sin número de mujeres, sobre todo judías, pues por ser sábado estaban de fiesta» (Mart. Pion., 3), al mismo tiempo que se reprochaba especialmente a los judíos varones, también presumiblemente presentes entre la muchedumbre, su infame incontinencia de risas y burlas procaces ante el sufrimiento del mártir cristiano (Mart. Pion., 4). Ahora bien, según han puesto de manifiesto numerosos investigadores, los pasajes citados no responden ciertamente a una realidad histórica o, al menos, carecen de cualquier credibilidad en los detalles y circunstancias que nos harían aceptar dichos relatos como fuentes de información fidedigna. La imagen cristiana de la maldad judía conectada con la brutalidad pagana actuaría como proyección ideológica de un conflicto en el seno de la Iglesia. La acusación de la participación judía en las persecuciones contra los seguidores de Cristo formaba parte de la retórica antijudía por medio de la cual la incipiente jerarquía eclesiástica deseaba establecer los límites inamovibles de la identidad propiamente cristiana frente a todas aquellas influencias procedentes de la religión judía (Taylor, 1995, p. 87; Lieu, 1996, pp. 91-94 y passim·, Lieu, 1998; Leigh Gibson, 2003). Esta es la razón por la que, desviándose de los acontecimientos principales de la narración, el autor del Martyrium Pionii se detiene especialmente en arremeter contra la religión judía: N o son los pecados de ellos [los judíos] semejantes a los que ahora se cometen por miedo a los hombres. Larga distancia va entre quien peca forzado y el que peca porque quiere, y la diferencia que va entre quien es forzado y el que por nadie es compelido está en que allí es el alma, aquí son las circunstancias las que tienen la culpa. ¿Quién forzó a los judíos a iniciarse en los misterios de Beelphegor o a asistir a los banquetes funebres y gustar los sacrificios de los muertos? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra D ios o hablar mal, a sus solas, de M oisés? ¿Quién les hizo olvidar tantos beneficios y los volvió ingratos? [...] A vosotros, paganos, tal vez os puedan engañar, burlando vuestros oídos con algún enredo; mas a nosotros, nadie de ellos nos hará tragar sus embustes [...] Y o, en efecto, recorrí toda la tierra de los judíos y me enteré puntualmente de todo. Pasé el Jordán y vi
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toda aquella tierra, que con su estrago atestigua la ira de D ios por su doble crimen: por matar, olvidados de toda humanidad, a los forasteros, o, traspasando la ley de naturaleza, obligar a los varones a sufrir trato de mujeres, con gravísimo atentado al derecho de hospitalidad (Mart. Pion., 4; D. Ruiz Bueno).
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2. EL PROCESO JURÍDICO DE LAS PERSECUCIONES
2.1. L a
b a s e ju r íd ic a
Siendo el Estado romano eminentemente jurídico, es inconcebible que las persecuciones contra los cristianos, o los eventuales procesos que se incoaron contra ellos, careciesen de una adecuada base jurídica. Desde mediados del siglo III hasta la época de la Tetrarquía, sabemos que fueron constreñidos por una serie de edictos imperiales en virtud de los cuales quedaban establecidos, sin ambigüedad alguna, los sujetos coiitra los que iban dirigidas las disposiciones legales, así como el procedimiento y los castigos impuestos a quienes fuesen, en consecuencia, declarados culpables. Sin embargo, hasta el primer decreto explícito de represión publicado en el año 250 por el emperador Decio, desconocemos exactamente el fundamento jurídico conforme al cual las autoridades romanas habían actuado hasta entonces contra los cristianos. Diversas han sido las «soluciones» a las que ha pretendido llegar la historiografía desde mediados del siglo XIX (vid. Prete, 1974, pp. 12-17; Keresztes, 1989,1, pp. 116-119 y 279-280). Tan sólo apuntaré que, en 1866, el arqueólogo E. Le Blant planteó por primera vez la posibilidad de que los procesos abiertos contra los seguidores de la religión cristiana se apoyasen hasta mediados del siglo III en las leyes comunes de derecho penal que se aplicaban en el Imperio contra los delitos de carácter religioso o político. Quienes han aceptado esta teoría entienden que acusaciones como las de sacrilegium, impietas, maiestas, incestum, religio externa siue noua, contumacia, podrían haber suscitado acciones legales contra los cristianos conforme al procedimiento jurídico romano vigente. El gran erudito alemán Th. Mommsen (1890), sin embargo, se mostró más inclinado a pensar que los magistrados romanos procedieron contra los cristianos haciendo uso tan sólo de sus competencias policiales, es decir, del llamado ius coercitionis, con el fin de preservar el orden público. Y, por su parte, otra hipótesis fue defendida en 1911 por C. Callewaert al sostener que las persecuciones contra los cristianos necesitaban apoyarse en un instrumento jurídico concreto, es decir, en una disposición legal de carácter general contra los cristianos (lex, edicto imperial), que este estudioso y quienes han seguido su estela identificaron con el famoso
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institutum neronianum mencionado por Tertuliano: «Y sin embargo, anuladas todas las demás, permaneció esta única ley [?] neroniana, casualmente justa por contraste con su autor» (Ád nat., I, 7, 9). Es cierto que el silencio o la oscuridad de las fuentes que podrían servimos para conocer con cierta seguridad la base jurídica de las persecuciones contra los cristianos en el Imperio romano, dificultan seriamente el avance de la investigación sobre este particular. Sin embargo, no parece que podamos llegar a solventar satisfactoriamente el problema limitándonos (según la propuesta de G. Jossa, 2000) a admitir simplemente que, en la práctica, la realidad jurídica pudo responder a una mezcla de todas esas teorías encontradas. Si Nerón hubiese actuado contra los cristianos conforme a un edicto imperial en el que se hubiese establecido la ilicitud del cristianismo (Christianos esse non licet), resultaría realmente incomprensible que Plinio el Joven, personaje de sólida formación jurídica, lo desconociese, pues sabemos que se vio en la necesidad de consultar al emperador acerca del procedimiento que habría de seguir para obrar contra los seguidores de esta «secta». En palabras de Cl. Moreschini (1972, p. 82), «si ha sido el rescripto de Trajano el que ha proporcionado la primera norma jurídica para los procesos contra los cristianos, es lógico concluir que no existía como antecedente ninguna medida anticristiana por parte de los emperadores del siglo I». Tampoco sería razonable pensar en una eventual abolición de una ley de la que, a su vez, no tenemos constancia alguna. El principio de inderogabilidad perpetua de una ley seguía vigente hasta el momento en que no fuese explícitamente abrogada por otra lex generalis. Así pues, si tenemos presente que el derecho imperial carecía de un sistema derogatorio adecuado y que, en consecuencia, no existía ningún criterio de solución para los problemas que originaba un sistema de derecho intertemporal tan afianzado (Rascón García, 1992, p. 260), debemos concluir que, de haber existido una ley general contra los cristianos, ésta debería haber seguido vigente en época de Trajano, hecho que no se corresponde en absoluto con la realidad reflejada en la correspondencia entre Plinio el Joven y el emperador, quien, además, reconoce a su gobernador que «no se puede establecer una norma general que tenga un carácter, por así decirlo, fijo» (Plinio, Epist., X, 96). Por otro lado, no debemos entender necesariamente la expresión institutum neronianum como testimonio evidente de la existencia de una iniciativa legislativa contra los cristianos, sino que resulta mucho más lógico traducir el término institutum por ‘uso’, ‘costumbre’, es decir, en el mismo sentido en que lo encontramos en otros autores como Cicerón (Att., IV, 17, 1: consuetudo et institutum meum) o Julio César (BG., I, 50; IV, 20; BC., 110). La expresión de Tertuliano podría entenderse como un giro lingüístico cuyo
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significado último haría referencia a «aquello que Nerón comenzó contra los cristianos» o, más propiamente, «la costumbre que Nerón inauguró contra los cristianos»; es decir, se trataría de una observación irónica por medio de la cual el apologista deseaba señalar que con Nerón dio comienzo la larga condena moral a la que muchos emperadores posteriores someterían a los cristianos. Tácito mismo, que es el autor que más espacio dedica en su obra a los acontecimientos que desencadenaron la represión neroniana contra los cristianos, no proporciona ninguna noticia acerca de dicho «instituto» de carácter jurídico, lo que resulta realmente extraño si tenemos en cuenta que acostumbraba a citar edictos (Segura Ramos, 2002, p. 458). M. Dibelius (1971, p. 62) menciona incluso la Epístola a los Hebreos, redactada hacia los años 80 del siglo primero de nuestra era, para demostrar que, al igual que aparecen términos equivalentes entre este texto neotestamentario y los textos de Tácito en la descripción del espectáculo que organizó Nerón para martirizar a los cristianos, no es casualidad que ambas fuentes tampoco aludan en ningún momento a la posibilidad de que la crueldad de este «tirano» hubiese estado apoyada legalmente en alguna lex rogata, senadoconsulto o edicto imperial. Además, como hemos visto, el propio Tertuliano reprochaba frecuentemente al aparato del Estado romano que actuase contra los cristianos sin una base jurídica precisa. De hecho, la incoherencia de la represión, que alternaba períodos de moderación con momentos críticos de máxima crudeza, así como la libertad de acción de los magistrados y la variedad de las penas, no permiten suponer la existencia de una ley precisa que definiese el delito de cristianismo. Porque, en efecto, descubrimos que el comportamiento de las autoridades romanas era sumamente aleatorio, pues, sin razón aparente, interrumpían a veces una acción persecutoria antes de haber acabado totalmente con la amenaza cristiana, u otorgaban la libertad a algunos cristianos que se habían presentado espontánea mente ante el tribunal solicitando el suplicio. Y tampoco respondería a los términos concretos de una disposición legal la diversidad de los castigos infligidos, ya que no siempre se decretaba la pena de muerte, sino también el trabajo forzoso en las minas (metalla) o, en contra de lo que a menudo se ha pensado, el simple encarcelamiento (Pavón Torrejón, 2003, p. 200). A ello habría que añadir el carácter verdaderamente insólito de algunas condenas excepcionales impuestas por ciertas autoridades provinciales, como por ejemplo, el traslado de mujeres cristianas a lupanares (Mart. Pion., VII; vid. Moreau, 1977, pp. 64-65). ¿Cómo explicar, por otro lado, que Plinio el Joven no mencione en ningún momento delitos comunes por los que los cristianos habrían sido procesados ipso facto según el derecho penal romano? Es más, reconocía que
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no había encontrado ningún indicio a partir del cual poder encausarlos por tales delitos. Sin duda, algunos de ellos (como impietas o maiestas) pudieron estar contenidos dentro de la acusación per nomen christianum, pero el proceso jurídico no contemplaba un enjuiciamiento general por dicha circunstancia, sino por la pertenencia aun movimiento que tenía su origen en un personaje que, por su carácter subversivo, había sido ajusticiado por el Estado romano. Además, desde un punto de vista jurídico, los simples delitos religiosos no podían acarrear por sí solos la pena capital, condena irremisible a la que, en la mayoría de los casos, estaban abocados los seguidores de la creencia cristiana que se resistían férreamente a la apostasia. Y tampoco podía aplicarse sistemática mente la pena de muerte a individuos libres ni, por supuesto, a ciudadanos romanos, sin un fundamento legal formalmente establecido. Por todo ello, parece razonable admitir que el mecanismo represivo que permitió a las autoridades imperiales actuar contra los cristianos fue el procedimiento jurídico conocido impropiamente como cognitio extra ordinem (pues para R. Orestano, 1980, p. 237, tendría que recibir una denominación más acorde con las fuentes que lo mencionan, como por ejemplo cognitiones extraordinariae, extraordinaria iudicia o extraordinariae actiones). Hasta el siglo II a. C., el sistema procesal imperante era el conocido como legis actiones', desde ese momento hasta la época de Diocleciano se desarrollaría el sistema formulario o per formulam y, después, en una última fase, se llegaría a la cognitio extra ordinem. Sin embargo, ya en época clásica se observa la aplicación de este último procedimiento en el área de los delitos, lo que derivó en un sistema público de penas. Como se ha señalado pocas líneas antes, todo hace pensar que fue este régimen procesal el que se aplicó en el caso de los cristianos, el mismo que se empleaba para la amplia mayoría de los procesos criminales durante el Imperio. La cognitio extra ordinem dependía del poder de coercitio que poseía aquel magistrado investido con imperium, todo ello dentro del marco de un proceso judicial (jurisdictio'). La coercitio del magistrado consistía en una facultad decisiva de punición y formaba parte de su poder global o imperium. Esta facultad era llevada a la práctica a través de la aplicación de la cognitio extraordinaria por la cual el juez (con plena iurisdictio) se convertía en el órgano de administración que regía de manera coactiva e incontestable el juicio. El procedimiento per extraordinariam cognitionem acababa, así, con la clásica bipartición del proceso en las fases in iure y apud iudicem. El curso del pleito se seguía ante el funcionario del Estado y de él emanaba la sentencia en un solo momento procesal. Por tanto, bajo estas circunstancias, el acusado no podía acudir a la provocatio ad populum, es decir, no había apelación posible para recurrir la sentencia. Dentro del derecho de cognitio judicial que se encontraba
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reconocido en los gobernadores provinciales como parte de su imperium, aparecía a veces la pura coercitio, pero sólo se podía utilizar para delitos menores: El procónsul debe conocer y decidir de plano sobre los crímenes más leves, y o bien dejar libres a los acusados o apalearlos, y flagelarlos si son esclavos. UIp. 2 de off. procos. (D igesto, 48, 2, 6; trad. A. D ’Ors et alii).
Según J. Iglesias (1987, p. 66), en el Derecho postclásico «el juez se somete a normas predeterminadas, si bien se le autoriza para averiguar libremente los hechos, fuera de la petición de actor y convenido». En el caso de los cristianos, parece claro que la actividad de las autoridades romanas no se reducía a meras actuaciones represivas de tipo policial, sino que se encauzaba a través de verdaderos procesos judiciales bajo la forma de la cognitio extra ordinem. El fundamento jurídico en el que se basaba el magistrado era un instrumento específico que contemplaba como único cargo la pertenencia a la secta cristiana (aunque no habría que olvidar aquí que pudieron añadirse otras acusaciones en determinadas épocas y circunstancias). Bastaban la constatación y la declaración de ser «secuaces» o seguidores de un sedicioso reconocido públicamente como tal, para incurrir en delito de lesa majestad (maiestas imminuta). En definitiva, fuera del mecanismo judicial de la cognitio extra ordinem, no existen pruebas de la promulgación de ninguna legislación general y específica en la que se apoyaran los procesos penales contra los cristianos.
2 . 2 . L a TORTURA COMO SALVACIÓN DE VIDAS y ORIGEN DEL MARTIRIO GLORIOSO
En el transcurso de los siglos II y III, cuando se integró en los procedimientos judiciales la tortura, exceptuando su aplicación a las clases altas de la sociedad, el magistrado dispuso de un mecanismo coercitivo que, en contra de su función habitual, podía ser utilizado como un medio de «salvación de vidas». Muchos textos cristianos presentan a los jueces paganos como «agentes del mal» que, lejos de comprender las esperanzas celestiales que fortalecían la fe de los encausados, empleaban horribles suplicios con el único propósito de provocar la apostasia y, en consecuencia, salvar al cristiano de una muerte segura. En el Martirio de Policarpo podemos apreciar que el procónsul encargado del proceso muestra incluso una actitud muy benevolente, tratando
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de convencer con palabras sensibles a un cristiano de avanzada edad para, con un mínimo de colaboración por su parte, poder finalmente preservar su vida: A sí, pues, presentado ante el procónsul, confesó a D ios de todo corazón y despreció los sanguinarios mandatos del juez. El procónsul trataba de hacerle pronunciar alguna blasfemia, y le decía: «Piensa al menos en esa tu edad, si es que desprecias todo lo demás que hay en ti. Tu vejez no ha de resistir los tormentos que espantan a los jóvenes. Debes jurar por el César y por la fortuna del César; además, arrepentirte y decir: ¡Mueran los impíos!» (Mart. P ol., 9; trad. D. Ruiz Bueno).
Aunque tales esfuerzos del magistrado por salvar la vida al anciano Policarpo resultaron finalmente infructuosos, parece que sólo una mínima parte de los casos tuvo el mismo desenlace. Seguramente por medio de la amenaza del suplicio, o durante la aplicación del mismo, los magistrados lograron dejar en libertad a una gran parte de los acusados. Plinio el Joven comunicaba al emperador que, gracias a la prudente política que había puesto en práctica contra esa superstición, su provincia volvía con paso firme a las antiguas tradiciones paganas, «de lo que se deduce fácilmente qué gran cantidad de personas puede ser recuperada si se les da oportunidad de arrepentirse» (Epist., X, 96). Minucio Félix reconocía abiertamente por boca de Octavio, a quien hace rememorar la época anterior a su conversión al cristianismo, que ésta era precisamente la intención perseguida por las autoridades judiciales del Imperio: Nosotros, sin embargo, cuando no poníamos reparos en defender como abogados a algunos cristianos, acusados como sacrilegos, incestuosos, aun parricidas, juzgábamos que no debíamos tener en cuenta en absoluto su confesión; más aún, algunas veces, por compasión para con ellos, nos mostrábamos más crueles, pues los sometíamos a la tortura, cuando confesaban esos crímenes para obtener la negación y salvarlos, empleando inicuamente, cuando se trataba de ellos, estos medios no con el fin de obtener la verdad, sino para forzar la mentira. Y si alguno débil, impulsado y vencido por el dolor, negaba que era cristiano, le solíamos favorecer, como si por esta abjuración se hubiera purgado de todas las infamias que se le imputaban (M inucio Félix, Oct., 28, 3-4; trad. S. de Domingo).
Superando incluso el estilo irónico del citado texto de Minucio Félix, Tertuliano denuncia la incoherencia jurídica de aquellos magistrados que sólo concedían a los cristianos el indulto en caso de renuncia al nomen christianum\ Y tampoco en lo que voy a decir actuáis frente a nosotros según lo usual en los enjuiciamientos criminales: a los otros, cuando rehúsan confesarse culpables, los atormentáis para que confiesen, y en cambio a los cristianos para que nieguen; cuando si se tratara de un delito, nosotros negaríamos y vosotros nos obligaríais a confesar por medio de tormentos. Y tampoco vais a decir que creéis inútil torturamos para averiguar los crímenes, porque estáis ciertos de que se los reconoce al confesar el nombre; precisamente vosotros que a quien hoy se confiesa homicida -aunque ya sabéis qué es un hom icid io- le
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arrancáis una relación detallada del crimen que confiesa. Aún más injusto es que, considerando nuestros crímenes implícitos en la confesión del nombre, nos obliguéis con tormentos a renegar de la confesión, puesto que, al negar el nombre, negaríamos igualmente los crímenes que habíais presupuesto en la confesión del nombre. A l parecer, no queréis que seamos condenados nosotros a quienes consideráis com o los peores (Apol., 2 ,10; trad, C. Castillo García).
No cabe duda de que, desde una perspectiva pagana, esta conducta «suicida» escapaba a toda lógica, especialmente cuando, llevados por un fervor religioso extremo, muchos cristianos comenzaron a entregarse voluntariamente al martirio, como ocurrió, por ejemplo, con Euplo, un diácono que, portando consigo los Evangelios, desafió al gobernador irrumpiendo en su despacho a la voz de «yo soy cristiano y deseo morir por el nombre de Cristo» (Pass. Eupl., 1). En efecto, no era excepcional que, ajenos al temor a la muerte debido a su creencia en la recompensa de una vida futura, muchos fanáticos se entregaran como mártires voluntarios a las autoridades romanas. Tal y como resaltó en su día F. Gaseó (1985, pp. 57-58), el arrojo y la entereza manifestados por estos cristianos ante el sufrimiento en los martirios se equiparaba bastante, y en buena medida mantenían ciertas conexiones, con las actitudes de los cínicos, miembros de una escuela filosófica que se asociaba frecuentemente con el cristianismo y que se apartaba igualmente de las tradiciones ideológicas de la cultura oficial. Por ello, de la misma manera que la sociedad pagana se escandalizaba ante la locura de dichos filósofos ambulantes y desarrapados, no encontraba tampoco ninguna lógica en el comportamiento temerario y suicida de muchos cristianos que, incluso bajo la amenaza cierta de una muerte horrible, mantenían su obstinación hasta el final. Luciano de Samosata no podría habernos ofrecido un testimonio más explícito de la apreciación que tal comportamiento merecía para un intelectual pagano del siglo II: Ocurre que los infelices están convencidos de que serán totalmente inmortales, y que vivirán eternamente, por lo que desprecian la muerte e incluso muchos de ellos se entregan a ella voluntariamente (D e mort, per., 13; trad. J. Zaragoza Botella).
Ante la alarma suscitada por la proliferación de tantos martirios voluntarios, hubo apologistas que advirtieron sobre el peligro que entrañaba adoptar comportamientos propiamente suicidas, a la vez que se defendían de las críticas que, en tal sentido, procedían del mundo pagano: Mas para que no se nos diga: «Mataos allá todos vosotros mismos, y marchad de una vez a vuestro D ios y no nos m olestéis más a nosotros», quiero decir por qué motivo no hacemos eso y por qué m otivo también, al ser interrogados, confesamos intrépidamente nuestra fe. Nosotros hem os sido enseñados que D ios no hizo el mundo al azar, sino por causa del género humano, y ya antes dijimos que El se complace en los que imitan sus cualidades,
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y se desagrada, en cambio, de los que, de palabra u obra, se abrazan con el mal. Ahora bien, si todos nos matáramos a nosotros m ism os, seríamos culpables de que no naciera alguno que ha de ser instruido en las enseñanzas divinas y, hasta en lo que de nuestra parte estaba, de que desapareciera el género humano, con lo que también nosotros, de hacer eso, obraríamos de modo contrario al designio de D ios. En cuanto a no negar al ser interrogados, ello se debe a que nosotros no tenemos conciencia de cometer mal alguno y consideramos, por el contrario, como una impiedad no ser en todo veraces, y eso es lo que sabemos ser grato a D ios, a par que nos apresuramos a libraros ahora a vosotros de la injusta preocupación contra nosotros (Justino, II A pol., 3 (4); trad. D. Ruiz Bueno).
Ahora bien, no puede ignorarse que la conducta heroica de los mártires, que pronto dio lugar a la aparición de un nuevo género literario en el que, de forma real o en la mayoría de los casos ficticia, se presentaban los cruentos procesos judiciales a que fueron sometidos algunos cristianos y que recibió los nombres de Acta Martyrium y Passiones (también Gesta o Martyria), llegaría a tener una significación preeminente dentro de la teología cristiana. El suplicio al que estaba dispuesto a entregarse el mártir evocaba de alguna forma la muerte de Cristo y, al mismo tiempo, suponía una vía privilegiada para alcanzar la salvación (Minnerath, 1973, pp. 311-317). No debe extrañar, por tanto, que para un movimiento religioso en el que la realidad de la persecución era magnificada por el temor, la fantasía y la leyenda, la memoria de las muertes heroicas y su glorificación en las Actas de los Mártires, contribuyeran a confirmar la identidad religiosa de las comunidades cristianas en un entorno hostil y ajeno a los valores que las sustentaban (Bowersock, 1992, passim·, Hopkins, 2000, pp. 11 Iss.). A diferencia del sufrimiento y el martirio padecido por los judíos en su enfrentamiento con el Estado romano, que los apologistas interpretaban como una prueba evidente del castigo divino a causa de la desobediencia y los pecados del pueblo judío, el martirio cristiano se convirtió a partir del siglo II d. C. en un testimonio sublime de la fe y, por tanto, en un elemento clave para la autoafirmación de la doctrina cristiana (Lieu, 1996, p. 282). Bajo el significativo epígrafe «trigo soy de Dios», Ignacio de Antioquía explicaba elocuentemente el sublime alcance religioso que el martirio poseía para un cristiano: Por lo que a mí toca, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por D ios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Y o os suplico: no mostréis para conm igo benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a D ios. Trigo soy de D ios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo [...] N o os doy yo mandatos com o Pedro y Pablo. Ellos fueron Apóstoles; yo no soy más que un condenado a muerte; ellos fueron libres; yo, hasta el presente, soy un esclavo. Mas si lograre sufrir el martirio, quedaré liberto de Jesucristo y resucitaré libre en Él. Y ahora es cuando aprendo,
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encadenado como estoy, a no tener deseo alguno (Epist. rom., IV, 1-3; trad. D. Ruiz Bueno).
Estos principios teológicos derivados del sacrificio martirial quedarán asentados en la Iglesia incluso después de la época de las persecuciones. Autores como Clemente de Alejandría iniciarán una especie de «espirituali zación» del martirio cristiano, de forma que el ideal ascético posterior pudo recoger, ya purgados de sus aspectos más radicales y sangrientos, los valores profundos que habían inspirado el sacrificio martirial. Al igual que Orígenes, su exhortación al martirio adquirió también una dimensión espiritual que, conectada con la idea de la recompensa celestial, dio lugar a una especie de «mística del derramamiento de sangre» (Hoek, 1993; Rizzi, 2003). Aparte de considerar el martirio como la culminación del ideal de vida cristiana, Orígenes ve además en él un combate dramático por la fe, es decir, la lucha del verdadero atleta de Cristo por la adhesión total al único valor absoluto que reconoce (Daza Martínez, 1975, p. 71). En este sentido, Minucio Félix escribe que, al aceptar con resignación y valentía los sufrimientos del mundo, el cristiano ingresaba en una milicia que fortalecía su espíritu: Y en lo que se refiere al hecho de que sufrimos y soportamos los dolores físicos, eso no es un castigo, sino una milicia. Y es que la fortaleza se robustece con las debilidades y las desgracias son muchas veces una escuela de virtud; y, en definitiva, las fuerzas de la mente y del cuerpo se debilitan si no son ejercitadas. D e hecho, todos vuestros héroes, que vosotros citáis a modo de ejemplo, han brillado por la fama de sus pruebas (O ct., XXXVI, 8; trad. E. Sánchez Salor).
Es evidente, pues, que algunos cristianos estaban convencidos de que debían mantener una firme adhesión a sus creencias aun al precio de su vida. Por ello, la disposición al martirio y la defensa a ultranza de la intransigencia religiosa estaban en el cristianismo íntimamente unidas al convencimiento de la posesión de una verdad absoluta revelada por Dios. Parece claro que una actitud tan desafiante para el Estado romano pudo favorecer la aparición de un resentimiento especialmente negativo entre las autoridades imperiales y que, puntualmente, pudo también constituir un factor más que provocara acciones persecutorias contra los cristianos o que, al menos, contribuyera a una considerable intensificación de las mismas.
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3. EL DESARROLLO HISTÓRICO DE LAS PERSECUCIONES
Las reacciones hostiles del Estado romano contra el movimiento cristiano no siguieron un patrón único y homogéneo, ni tuvieron a lo largo del tiempo una misma intensidad y desarrollo. La idea de que los seguidores de Cristo sufrieron continuo acoso y persecución en el mundo romano hasta la paz de Constantino se asentó durante muchos siglos tan férreamente en la historio grafía eclesiástica que llegó a convertirse en un tópico tan incuestionable como falso. El movimiento cristiano encontró su cauce de expansión en el seno de una sociedad que se mostró extraordinariamente permeable a nuevas creencias religiosas y que favoreció un entorno de convivencia en el que lo normal fue la tolerancia y lo excepcional los movimientos persecutorios. Hasta el incendio de Roma del año 64 d. C. no disponemos de información fehaciente como para formamos una idea clara de la situación en que se encontraban los primeros grupos cristianos respecto a la autoridad romana. Es muy posible que pasaran desapercibidos dentro de la órbita del judaismo en la que habían surgido. A partir de la época de Nerón comenzamos a percibir acciones persecutorias de carácter esporádico y local que llegarán hasta el año 250, momento en que Decio inaugura la fase de las grandes persecuciones. Aun con períodos de cierta tranquilidad, los cristianos sufrieron a lo largo de este tiempo una intensa persecución, cuyas cruentas consecuencias sólo cesaron definitivamente con el llamado edicto de Milán del año 313 en el que se establecía una tolerancia largamente esperada por la Iglesia.
3.1. A u s e n c ia
d e h o s t il id a d e s
Las primeras comunidades cristianas no constituían todavía una realidad sociológica lo suficientemente consolidada como para que la administración imperial romana advirtiera su presencia entre las nuevas corrientes religiosas que habían surgido dentro del mundo judío en el cambio de era. Apenas podemos discernir en los Hechos de los Apóstoles (17, 5; 24, 5; etc.) una mínima información sobre el particular. Esta fuente neotestamentaria refleja con claridad la animadversión que los judíos sentían hacia todos aquellos que, según el punto de vista de los «nuevos sectarios», consideraban a Jesús como el verdadero rey de Israel. A través de estos textos somos capaces de percibir la existencia de un conflicto latente entre el naciente judaismo rabínico y los
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primeros cristianos, pero resulta extremadamente difícil adivinar la presencia de la autoridad romana en medio de las desavenencias que, cada vez con mayor fuerza, separaban a estos últimos de la tradición judía. Lejos de la leyenda recogida por Tertuliano (Apol., 5, 2) que hacía de Tiberio un simpatizante del cristianismo, la única conjetura que puede establecerse con cierta garantía de verosimilitud es que, durante los primeros años de formación de las incipientes comunidades cristianas, inmediatamente después del llamadofracaso mesiánico, la instauración por parte de este emperador de una especie de «estado de pacificación» en Palestina, en contra de los intereses que defendían los partidarios que seguían la línea política del sumo sacerdote Caifás, pudo beneficiar de algún modo al nuevo movimiento sectario. Con su sucesor en el Imperio, debemos trasladar nuestra atención a Roma, donde las frecuentes agitaciones en el interior de la comunidad judía dieron lugar a que el emperador se viese obligado a tomar drásticas medidas de orden público. Es plausible, en este sentido, que la predicación cristiana provocase algunos disturbios entre los judíos romanos, razón por la que Claudio, sin distinguir todavía entre unos y otros, decidió promulgar en el año 49 una orden general de expusión de la ciudad de Roma contra los que consideraba responsables de aquella situación. Suetonio (Claud., 25,11) aporta además el detalle, tantas veces debatido, de que los disturbios fueron provo cados por un tal Chrestos (Iudaeos impulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit). Ante una noticia tan escueta, resulta muy difícil llegar a conclusiones seguras. Sin embargo, y a pesar de que algún historiador ha considerado, sin prueba alguna, que dicho Chrestus era un extremista perteneciente posiblemente a un grupo de zelotes asentado en Roma (Benko, 1969), la mayor parte de los investigadores que han analizado con detalle este pasaje suetoniano, se inclina a pensar que los disturbios no fueron provocados por un personaje real y coetáneo a los acontecimientos, sino por aquellos que eran seguidores de un tal Cresto, sin duda una deformación lingüística del nombre de Cristo. En cualquier caso, esta medida coyuntural no iba dirigida hacia los cristianos, ya que probablemente Claudio ignoraba su existencia como grupo con identidad religiosa propia, sino hacia los judíos, a los que, por otra parte, siempre respetó los derechos que habían adquirido desde la época de Julio César.
3 . 2 . E l t ie m p o d e l a s PERSECUCIONES AISLADAS Y LOCALES
Las fuentes que nos transmiten información sobre el período de persecuciones anterior a mediados del siglo III, son escasas y, con frecuencia,
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poco seguras. Con todo, sirven para configurar una idea general que nos ayude a comprender la evolución de las difíciles relaciones que existieron entre el cristianismo y las autoridades que regían el Imperio romano. a) El incendio de Roma y la represión neroniana En el verano del 64 d. C. se produjo un incendio especialmente virulento en Roma. Al parecer, el fuego devastador destruyó la mitad de los catorce distritos en que se dividía la capital del Imperio. El descontento y la agitación del pueblo dieron lugar pronto a una serie de rumores que culpaban del desastre al propio Nerón (54-68). Lo cierto es que no existía mejor procedimiento para adquirir a bajo precio determinados terrenos urbanos y satisfacer con ello la ambición principesca de expansión de los dominios palaciegos. Ante tales circunstancias, el emperador se vio en la urgente necesidad de encontrar otros posibles culpables que le alejaran de toda sospecha. La animadversión popular hacia los cristianos, que ya practicaban sus cultos prácticamente al margen de la sinagoga (Montserrat Torrents, 1989, p. 121), abrió una perfecta vía de escape para el poder imperial, que vio en estos «sectarios» al idóneo «chivo expiatorio». Tales hechos los relata Tácito en un famoso pasaje de sus Annales (XV, 44, 2-5). La primera discusión científica surge, sin embargo, de las serias dudas que existen acerca de la autenticidad de dicho texto. La tradición historiográfica nunca puso en tela de juicio su veracidad (vid. por ejemplo, Sordi, 1988, p. 37) hasta que en los últimos decenios algunos investigadores (entre ellos, Ste. Croix, 1988, p. 494) advirtieron en dicho pasaje apreciables rasgos de exageración, así como expresiones equívocas e incertidumbres a la hora de descifrar el texto, que podrían llevamos a pensar en una posible interpolación posterior. En todo caso, no sería extraño que, ante una situación dramática que podía afectar gravemente a la legitimidad del poder imperial, las más altas instancias del Estado trataran de aplacar la ira de las masas populares y desviar la atención hacia otra dirección que no fuese la del César por medio de una implacable represión; pero ¿por qué contra los cristianos? Para algunos autores no parece muy plausible que el emperador los señalase desde un principio y por propia iniciativa como culpables, ya que la administración romana apenas contaba entonces con noticias ciertas de su identidad religiosa al margen de la comunidad judía. Es probable que ésta tratara de utilizar sus posibles conexiones en la corte (vid. Flavio Josefo, Ant., XX, 18, 11) para acusar a la molesta secta cristiana (que había despertado ya cierto resentimiento entre el populacho) del inmenso siniestro y, de esta forma, alejar de sí la amenaza de
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una reacción popular de signo antijudío (Benko, 1985, p. 20). También pudieron surgir algunas denuncias dentro de los propios grupos cristianos: indicio eorum, afirma Tácito (Perea Yébenes, 2004, p. 110). Ahora bien, parece lógico pensar que, tal y como era habitual, el incendio tuviera un origen accidental y que, entre la confusión y la alarma, fuese alimentado y explotado por una turba de gente heterogénea, entre la que pudieron figurar algunos cristianos exaltados, razón suficiente para que la población pagana descargara su exasperación contra esta superstitio nova et malefica. De haber existido cualquier vinculación de los cristianos con dicho desastre, los apologistas debieron de omitirla, pues deseaban dar a entender que éstos murieron exclusivamente por su fe. En cualquier caso, «hallarían la muerte en Roma como víctimas de la acción de un emperador hábil en cambiar en provecho propio las violentas sospechas de una población inquieta» (Santos Yanguas, 1994, p. 50). Con todo, y en contra de la opinión poco convincente de E. Grzybek y M. Sordi (1998, pp. 288-291), parece claro que fue una represión únicamente proseguida en Roma, basada en una acusación ocasional y desarrollada en un período de tiempo relativamente corto, circunstancias que no evitaron que Nerón fuese recordado por la tradición cristiana posterior como el «primer gran perseguidor» de la Iglesia. b) La persecución aristocrática de Domiciano Los historiadores paganos (Tácito, Suetonio, Dión Casio) presentan en sus obras la imagen de Domiciano (81-96) como la de un emperador tirano y despiadado que mantuvo al Senado en una continua atmósfera de terror. Para los autores cristianos fue un implacable perseguidor (Tertuliano, Apol., 5, 4; Eusebio, Hist, ecci., Ill, 17-18; Lactancio, De mort, pers., 3), aunque también se debe tener presente que la tradición apologética siempre había señalado como tales a los «malos» emperadores. Las fuentes paganas testimonian la brutalidad con que Domiciano trató de acabar con la oposición política, procedente tanto de la aristocracia senatorial como de la clase intelectual romana. Obsesionado con la traición, decidió desterrar a todos los filósofos asentados en Roma al albergar sospechas de confabulaciones contra su persona. Entre los muchos miembros del orden senatorial que condenó a muerte (Suetonio, Dom., 10, 2-3), Dión Casio menciona a los cónsules Acilio Glabrión y T ito Flavio Clemente. Ambos fueron acusados de ateísmo y de costumbres judaicas, y ni siquiera el parentesco que unía a este último con el emperador le libró de la pena capital, de igual forma
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que su mujer, Flavia Domitila (sobrina a su vez de Domiciano) no pudo evitar el destierro a la isla de Pandataria: Y el mismo año [95], Dom iciano hizo degollar, entre otros m uchos, al cónsul Flavio Clemente, a pesar de que era su primo y estaba casado con Flavia Domitila, quien también era pariente del emperador. Am bos fueron acusados de ateísmo, acusación por la que muchos otros que se sentían inclinados hacia las costumbres judías fueron también condenados. U nos murieron, otros fueron privados de sus bienes. En cuanto a Domitila, fue solamente exiliada a Pandataria. Pero Glabrio, que había sido colega de Trajano en el consulado, fue llevado a la muerte bajo la acusación de esos mismos crímenes, y en particular, de haber luchado como gladiador contra bestias salvajes [...] (Dion Casio, LXVII, 14, 1-3).
De este texto parece deducirse que Domiciano decidió castigar con dureza especialmente a aquellos miembros de la alta aristocracia que adoptaron costumbres judaicas. En este sentido, no debería pasarse por alto que, en los últimos años de su reinado, la exigente política romana relativa al fiscus inda ¡cus, así como la acentuación de los aspectos formales del culto imperial, habían creado en las comunidades judías un ambiente de inseguridad que pronto se transformó en un sentimiento de animadversión hacia el príncipe. Es posible que las inclinaciones que algunos miembros de la clase senatorial romana sentían hacia el judaismo fuesen, en realidad, una expresión evidente de protesta contra el tirano (Santos Yanguas, 1994, p. 63). Como consecuencia de su primera revuelta contra el poder romano, los judíos de nacimiento habían quedado sujetos desde el año 70 d. C. al pago del tributo del didracma al templo de Júpiter Capitolino. Domiciano hizo extensiva dicha tasa también a los incircuncisos que vivían a la manera judaica, lo que, de forma indirecta, afectaría a los cristianos que quisieran seguir gozando de la protección oficial de la sinagoga. Es muy posible, por tanto, que la reacción del tirano contra los potentes que se sentían cercanos al judaismo afectase igualmente a aquellos otros que habían abrazado el cristianismo o que eran judeocristianos. Este es el caso en el que, según la opinión de B. Pouderon (2001), se encontrarían Flavio Clemente y su esposa Flavia Domitila, personajes a los que buena parte de la historiografía actual se resiste a considerar mártires de la nueva fe, pues no puede afirmarse con total seguridad que fuesen víctimas de una persecución encarnizada contra los cristianos en la capital del Imperio, si bien es cierto que muchos de ellos habían comenzado a introducirse en las clases dirigentes de la sociedad romana (Ramelli, 2003). Es verdad que, fuera de Roma, el libro del Apocalipsis (cuya redacción se sitúa generalmente en esta época) denuncia la hostilidad del poder imperial hacia los cristianos del Asia Menor y evoca «la sangre de los santos y de los mártires de Jesús» (17, 6; cfr. 19,2; 1,9; 2, 3; 2,9; 2,13; etc.), los cuales, según se afirma,
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«no adoraron a la Bestia ni a su imagen» (20,4), pero no existe prueba alguna que vincule tales acciones persecutorias, promovidas a un nivel local por el rechazo cristiano al culto imperial, con la violencia desatada por Domiciano contra la oposición aristocrática que había asumido en la capital del Imperio costumbres «judaizantes» (vid. Maraval, 1992, pp. 18-20). c) La actitud de los primeros Antoninos: Trajano y Adriano La fuente más importante de que disponemos sobre el procesamiento de cristianos en época de Trajano (98-115) es la correspondencia que mantuvo Plinio el Joven (Cayo Plinio Cecilio Segundo) con el emperador durante su desempeño de las funciones propias del legatus Augusti pro praetore en la provincia de Ponto-Bitinia desde el año 111 hasta el momento de su muerte (c. 113). Ante las dudas respecto a la actitud correcta que debía tomar en relación al proceso contra los cristianos, contingencia que escapaba a los problemas ordinarios de un gobernador, Plinio decidió escribir a su amigo el emperador Trajano para informarle acerca de cómo había actuado provisionalmente hasta ese momento y para solicitarle, asimismo, instrucciones más concretas con las que desvanecer toda vacilación en este asunto: Es mi costumbre, señor, plantearte todos los temas sobre los que tengo dudas. Pues ¿quién puede resolver mejor mi incertidumbre o instruir mi ignorancia? Jamás he participado en la instrucción de ningún caso sobre los cristianos·, por ello ignoro cóm o y hasta dónde deben llegar las penas y la investigación. He dudado mucho si se deben tener en cuenta las diferencias de edad, o si los de tierna edad deben ser tratados de la misma manera que los maduros; si se debe ser indulgente con el arrepentimiento o bien si a quien efectivamente ha sido cristiano no le sirve de nada el haber dejado de serlo; si se debe castigar el nombre (de cristiano) en sí mismo, aunque no haya cometido delitos o bien los delitos que acompañen al nombre. D e modo provisional, respecto a aquellos a los que se me denunciaba como cristianos he seguido esta norma. Les pregunté a ellos m ismos si eran cristianos. Cuando lo confesaban por segunda y tercera vez les amenacé con la pena capital; cuando perseveraban les mandé ejecutar. Pues no tenía duda de que, fuese cual fuese lo que confesaban, se debía castigar ciertamente su pertinacia y su inflexible obstinación. Hubo otros con una locura similar, a los que, dado que eran ciudadanos romanos, di orden de que fueran enviados a Roma. Después, por la misma evolución de los hechos, com o es costumbre, al proliferar las acusaciones se presentaron muchas situaciones peculiares. Se publicó un libelo anónimo que contenía nombres de muchas personas. Aquellos que negaban ser cristianos o haberlo sido, cuando precediéndoles yo invocaban a los dioses y a tu imagen que para este propósito había mandado traer junto con las estatuas de los dioses y les elevaban súplicas que se dice son incompatibles con los que son realmente cristianos, juzgué que debían ser enviados a casa. Otros, incluidos en la lista, dijeron que eran cristianos y después lo negaron; algunos aducían que lo habían sido, pero habían dejado de serlo; algunos que hacía más de tres años, otros que hacía muchos años, algunos incluso que hacía más de veinte años. Todos estos también veneraron tu imagen y las estatuas de
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los dioses y maldijeron a Cristo. Afirmaban, por su parte, que todo su delito y todo su error consistía en que acostumbraban a reunirse en un día determinado antes del amanecer, recitar alternativamente un poema a Cristo como a un D ios y comprometerse con juramentos a no cometer ningún delito, ni hurto, ni agresiones para robar, ni adulterios, no faltar a la palabra, ni negarse a devolver un depósito cuando se les reclamase. Después de esto la costumbre era dispersarse y reunirse de nuevo para tomar un alimento que era el acostumbrado e inocente; que habían abandonado esta práctica después de m i edicto con el que, de acuerdo con tus órdenes, había prohibido las asociaciones. Por lo cual consideré muy necesario indagar qué había de verdad por medio de dos esclavas que eran denominadas ministras sometiéndolas a tortura. N o he encontrado otra cosa que no sea una superstición malvada y desmesurada (Epist., X , 96; trad. R. Teja).
Según se desprende de su carta, Plinio ya había sometido a juicio y condenado a algunos cristianos cuando se le planteó la duda de si debía castigar sólo por razón del nombre de cristiano, aunque no hubiese pruebas de delito alguno, o bien por los supuestos delitos que acompañaban al reconocimiento de dicho nombre. Hasta ese momento, el gobernador había aplicado la norma de condenar a muerte a los que eran denunciados y se reafirmaban en su fe, y perdonar la vida a todos aquellos que negaban su creencia en Cristo. No tuvo dudas en ejecutar directamente a las personas libres que carecían del estatuto jurídico de la ciudadanía romana y que persistían obstinadamente en ser cristianos, ni tampoco en enviar a Roma a los que, siendo ciudadanos romanos, se declaraban seguidores de Cristo, pues en tales circunstancias sólo el emperador se reservaba el ius gladii. Sin embargo, no pudo evitar sentir ciertos reparos respecto a aquellos otros que, habiendo sido cristianos en otro tiempo, en ese momento no lo eran o se declaraban apóstatas, y sobre si debería tomar en consideración la edad del acusado. Con un cierto espíritu de moderación, benevolencia y, especialmente, pragmatismo (Barceló, 2002), la carta de respuesta o rescripto de Trajano aportaba algunas soluciones a sus dudas y, sobre todo, indicaba la manera en que, a partir de entonces, se debía actuar contra los cristianos: Has obrado como debías, Segundo mío, al instruir las causas de aquellos que te habían sido denunciados como cristianos. Pues no se puede establecer una norma general que tenga un carácter, por así decirlo, fijo. N o deben ser buscados; si son denunciados, y se prueba, deben ser castigados, pero de forma tal que quien niegue ser cristiano y lo demuestre con los hechos, es decir, elevando súplicas a nuestros dioses, aunque su pasado plantee sospechas, pueda ser perdonado por su arrepentimiento. Por lo que respecta a las denuncias mediante libelos anónimos, no deben tener cabida en ningún procedimiento judicial. Pues es una práctica abominable y no es propia de nuestros tiempos (Plinio, Epist., X , 97; trad. R. Teja).
Así pues, el emperador establecía de modo terminante que todos aquellos que resultaran culpables de pertenecer a la secta cristiana debían ser castigados
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per nomen christianum. No obstante, hacía ciertas salvedades muy importantes que contribuían a mitigar considerablemente la severidad de las persecuciones. En primer lugar, prohibía buscar expresamente a los cristianos (conquirendi non sunt). En segundo lugar, las accione^ judiciales sólo debían iniciarse cuando existiera una denuncia formal, teniendo presente que, en caso de que el delator no lograra demostrar la verdad de su acusación, se expondría grave mente a un proceso por calumnia. Al mismo tiempo se advertía tajantemente que no debían admitirse denuncias anónimas, lo que permitió a los cristianos librarse de no pocas molestias y angustias. Y por último, el emperador consentía que, quien renegase de su fe cristiana y lo demostrase invocando a los dioses, fuese perdonado en virtud de su arrepentimiento, por muy dudosa que hubiera sido su conducta pasada. Ahora bien, como muy acertadamente ha observado algún investigador, la postura de Trajano no deja de ser en sí misma ambigua: «Por una parte intenta poner a los cristianos a salvo de las reacciones populares incontroladas y de las denuncias anónimas, es decir, conciliar la defensa del orden público y el cumplimiento de las leyes con el fanatismo y obstinación que mostraban muchos cristianos. Pero, por otra parte, situaba a los cristianos en una postura incómoda y peligrosa: aunque tolerados en la práctica, podían ser perseguidos en cualquier momento» (Teja, 2003, pp. 296-297). Desde luego, los apologistas no perdieron la oportunidad de denunciar con habilidad e ironía la incoherencia escondida en tal disposición imperial: Entonces Trajano respondió por escrito que no se les buscara, pero que (si se les llevaba al tribunal) había que castigarlos. ¡Extraña decisión, forzosamente perturbadora! D ice que no se les debe buscar como inocentes que son, y ordena que se les castigue como a culpables. Perdona, y se ensaña; pasa por alto, y castiga. ¿Por qué te contradices a ti mismo en tu dictamen? Si los castigas, ¿por qué no los buscas también? Si no los buscas, ¿por qué no los perdonas? Para perseguir a los bandidos, en todas las provincias se designa por suerte una guarnición militar; frente a los culpables de lesa majestad y los enemigos públicos, cualquier hombre es soldado y la búsqueda se extiende incluso a los amigos y a los cómplices. Sólo al cristiano se prohíbe que se le busque y a la vez se permite que se le denuncie; como si la investigación persiguiera algo que no sea la denuncia. A sí pues, castigáis al denunciado a quien nadie ha querido que se busque; de donde deduzco que no merece castigo por hacer un mal, sino por haber sido encontrado sin que se le debiera buscar (Tertuliano, Apol., 2, 7-9; trad. C. Castillo García).
Desconocemos si objeciones como éstas llegaron alguna vez a oídos del palacio imperial. En cualquier caso, lo cierto es que Trajano había sentado ya un fírme precedente que, hasta mediados del siglo III, habría de condicionar decisivamente la postura de los emperadores romanos frente a la nueva religión. De hecho, apenas unos años más tarde, Adriano se limitó a seguir grosso modo
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las pautas marcadas por su predecesor cuando el gobernador de Asia, Sereno Graniano, volvió a solicitar instrucciones sobre el modo de actuar respecto a los cristianos que eran, en su opinión, injustamente condenados sin juicio previo para satisfacer la animadversión popular. Puesto que Graniano cesó al poco tiempo en su cargo, la respuesta del emperador le llegó en el año 124/125 al nuevo gobernador, Cayo Minucio Fundano. Justino y Eusebio de Cesarea nos han proporcionado una traducción en griego de este rescripto: A M inucio Fundano: Recibí una carta que me escribió Serenio Graniano, varón clarísimo, a quien tú has sucedido. Pues bien, no me parece que debamos dejar sin examinar el asunto, para evitar que se perturbe a los hombres y que los delatores encuentren apoyo para sus maldades. Por consiguiente, si los habitantes de una provincia pueden sostener con firmeza y a las claras esta demanda contra los cristianos, de tal modo que les sea posible responder ante un tribunal, a este solo procedimiento habrán de atenerse, y no a meras peticiones y gritos. Efectivamente, es mucho mejor que, si alguno quiere hacer una acusasión, tú mismo examines el asunto. Por lo tanto, si alguno los acusa y prueba que han cometido algún delito contra las leyes, dictamina tú según la gravedad de la falta. Pero si -¡p or Hércules!—alguien presenta el asunto por calumniar, decide acerca de esta atrocidad y cuida de castigarla adecuadamente (Hist, eccl., IV, 9, 1-3; trad. A. Velasco-Delgado; cfr. Justino, I A pol., 68, 5-10).
Aunque algunas fuentes, incluso paganas (Historia Augusta), llegaron a crear la imagen de Adriano como la de un emperador simpatizante de los cristianos, hasta el punto de creer que tenía planeado dedicar templos sin estatuas a Cristo, lo cierto es que su actitud continuó siendo la misma que la de su predecesor. Prueba de ello sería, en efecto, este rescripto en el que se reafirma la postura mantenida por Trajano respecto al cristianismo. No puede ignorarse que el nuevo emperador aumentó las precauciones para proteger a los acusados del odio irracional de las masas populares al decretar que los clamores del vulgo no habrían de tenerse en cuenta, que sólo se admitirían acusaciones individuales en las que se aportasen pruebas o que, en caso de que aquéllas fuesen infundadas, se actuaría severamente contra los calumniadores. Pero los cristianos continuarían siendo castigados en virtud de su culpabilidad por delitos contra las leyes, es decir, que nada impediría seguir condenándolos por ateísmo o deslealtad al emperador, delitos que estaban inseparablemente unidos a la acusación per nomen christianum.
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d) La política de los últimos Antoninos: Antonino Pío, Marco Aurelio y Cómodo En el año 141 d. C. Antonino Pío. (138-161) promulgó un rescripto dirigido al legado de la Lugdunense, Pacato, contra las sectas y las religiones desconocidas, según el cual se establecían las penas de destierro para los honestiores y muerte para los humiliores. Es probable que esta disposición tuviese como objetivo acabar con los magos y astrólogos que circulaban con gran profusión por todo el Imperio, pero no puede descartarse que perjudicara igualmente a los cristianos. En cualquier caso, según se desprende de las palabras del Pastor de Hermas, texto que fue redactado en Roma durante el episcopado de Pío (entre el 130 y el 140), parece que hubo cristianos que habían sido recientemente denunciados a las autoridades y obligados por la fuerza a elegir entre la confesión o el rechazo de la fe. El autor menciona a los que habrían de ser bienaventurados por no haber negado a Cristo (vis., II, 2, 6; cfr. vis. III, 2, 1), pero también a aquellos otros que fueron «apóstatas y traidores a la Iglesia, que con sus pecados blasfemaron del Señor, y que, sobre todo, se avergonzaron del nombre del Señor, que fue invocado sobre ellos» (simii., VIII, 6,4; cfr. vis., II, 2, 2). Ahora bien, Justino, llegado a Roma desde Palestina durante el reinado del emperador Antonino Pío, proclamaba ufano que «nadie hay capaz de intimidamos ni sometemos a servidumbre a los que por todo lo descubierto de la tierra creemos en Jesús», añadiendo además que, a pesar de los padeci mientos a que eran sometidos los cristianos de su tiempo, no dejaban de mostrar al mundo la fortaleza de su fe, ejemplo vivo que contribuía a aumentar el número de los seguidores de Cristo: Se nos decapita, se nos clava en cruces, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no apostatamos de nuestra fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús {Dial. Tryph., 110; trad. D. Ruiz Bueno).
A pesar de que la retórica apologética nunca estuvo libre de ciertas deformaciones y de que la hipérbole constituía uno de sus rasgos literarios más característicos, estos autores testimonian que, al menos en la capital del Imperio, hubo casos reales de procesamiento de cristianos. Con todo, según Melitón de Sardes, autor que escribió en época de Marco Aurelio una Apología dirigida al emperador, las persecuciones se hicieron notar también en Oriente. En este sentido, dicho autor asegura que Antonino Pío tuvo que proteger a los cristianos contra la furia de las masas populares mediante un edicto dirigido a las ciudades de Tesalónica, Larisa y Atenas (apud Eusebio, Hist, eccl., IV, 26,
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10). Eusebio de Cesarea nos transmite una carta de este mismo emperador dirigida al consejo de la provincia de Asia (donde, al parecer, se habían producido graves manifestaciones contra los fieles de la nueva religión) en la que se conminaba a respetar el procedimiento legal que las autoridades estaban obligadas a observar con respecto a los cristianos (Hist, eccl, IV, 13, 1-7). Es posible que esta carta correspondiese al edicto mencionado por Melitón, sin embargo la mayor parte de los investigadores ha considerado que el texto recogido por Eusebio en su Historia ecclesiastica era enteramente falso o que, al menos, había sido considerablemente interpolado, por lo que habría perdido todo su valor testimonial. En cualquier caso, de haber seguido la línea marcada por el escrito que ha llegado hasta nosotros, dicho edicto no sería sino una simple confirmación de las reglas promulgadas por Trajano y Adriano en sus respectivos rescriptos (Maraval, 1992, p. 29). La llegada al poder de Marco Aurelio (161-180) no supuso en un principio (al menos durante la época de corregencia con L. Vero, entre el 161 y el 169) ningún cambio significativo respecto a la línea política seguida por su predecesor. No obstante, es posible que en un segundo momento este emperador emprendiera una política más intransigente, recrudeciéndose las acciones persecutorias contra los cristianos. Según algunos autores, este repentino cambio pudo deberse a la aversión personal que, por razones desconocidas, había comenzado a sentir contra los seguidores de Cristo y que le indujo a recuperar algunas leyes que habían prohibido la introducción de nuevas religiones en el Imperio, e incluso a volver a dar fuerza legal al antiguo senadoconsulto republicano contra las bacanales (por ejemplo, Allard, 1971,1, pp. 407-408). Sin embargo, esta opinión no parece encontrar refrendo en sus Meditaciones. Antes bien, su postura frente a los cristianos no excedió nunca la simple emulación de la política desarrollada por sus inmediatos predecesores y, aun así, parece que, de acuerdo con su permanente preocupación por la tradición romana, antepuso a cualquier otra consideración la devoción debida a la religión ancestral, independientemente de si esta férrea actitud iba o no en detrimento del cristianismo. Tertuliano reconoce, incluso, que Marco Aurelio no desplegó un comportamiento muy desfavorable a los cristianos, pues, si bien no revocó las decisiones anteriormente tomadas contra ellos, trató al menos de suavizar sus efectos con amenazas aún más duras para los falsos acusadores (Apol., 5, 6). Ahora bien, aunque no se impulsó desde Roma ninguna persecución general contra los cristianos, las fuentes relatan la aparición durante el reinado de Marco Aurelio de algunos procesos locales y condenas a muerte en lugares dispersos como Esmima (165), Roma (c. 165), Pérgamo (176), Lyón y Vienne (177), y varias ciudades del norte de Africa (180). Los cristianos informaron de
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tales sucesos a otras comunidades y así surgieron las Actas de los mártires, un género literario cuyos rasgos más defmitorios llegaron a ser, con el tiempo y la piadosa fantasía, la exageración y la leyenda. La historiografía eclesiástica ha considerado indebidamente que, por sus enormes consecuencias, los martirios de Lyón (afio 177) constituyeron la «cuarta persecución contra el cristianismo» {vid. por ejemplo Llorca, 1964, p. 176). No hubo, en realidad, ninguna conexión con Roma que permita suponer la existencia de un edicto general de persecución para todo el Imperio. Los sucesos de Lyón respondieron a una agitación popular que no excedió en ningún momento el ámbito local y cuya explicación podría encontrarse en los prejuicios surgidos en la población pagana ante una confusa visión de las diferentes tendencias que conformaban en esta época la comunidad cristiana del valle del Ródano. Según ha puesto de relieve J. Monserrat Torrents (1992, p. 209), podríamos distinguir un núcleo de obediencia petro-paulina en comunión con la principal comunidad de Roma; una corriente de gnosticismo valentiniano compuesta por los llamados marcosianos, algunos de cuyos miembros se entregaban a actos moralmente reprobables; y, finalmente, un incipiente grupo de simpatizantes del profetismo carismático, muy cercanos (aunque sin adscripción directa) al montañismo. Teniendo presentes estas diferentes corrientes cristianas, el citado autor ha considerado como muy posible que la infiltración a la opinión pública de los escándalos de los marcosianos o de la desafiante actitud antipagana de los simpatizantes montañistas, hubiese provocado un profundo malestar en la población pagana de la colonia de Lyón que, a su vez, habría degenerado en episodios de xenofobia contra la secta de los cristianos, los cuales formaban un grupo «compacto» a ojos de los paganos. Por otro lado, las pruebas de que disponemos no permiten tampoco hablar de una masacre de cristianos, ni en Lyón, ni en Vienne. A pesar de que Eusebio de Cesarea asegura que hubo «millares de mártires» (Hist, eccl., V, pról., 1), un examen crítico de los martirologios de la persecución gala bajo Marco Aurelio permite totalizar, y aun de una forma no totalmente precisa, cuarenta y ocho víctimas (Deschner, 1990, p. 160). Es lógico pensar que en un principio no hubiese más que detenciones motivadas probablemente por denuncias, como era habitual, pero que, debido a la presión popular, se intensificaran rápidamente las acusaciones de crímenes nefandos y el gobernador de la Gallia Lugdunensis decidiera actuar no sólo al margen de las reglas establecidas por Trajano para solventar tales casos, sino también de los principios del derecho penal romano. Para C. Moreschini (1973, p. 9), tuvo que existir una legislación u orden directa de Marco Aurelio que diera lugar a los cruentos acontecimientos de Lyón, pero lo cierto es que no existen pruebas que apoyen tal suposición (vid. Jossa, 2000, p. 144). Puede
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afirmarse que este emperador mostró siempre un gran interés en que la normativa imperial se cumpliera en todas las provincias, pero no disponemos de ningún elemento seguro para afirmar que las autoridades provinciales fueran en algún momento apremiadas por el poder central de Roma para atajar el problema cristiano. Al menos, la consulta que el gobernador dirige a Marco Aurelio sobre el castigo que debía imponer a los que poseyeran la ciudadanía romana cuando ya había comenzado la persecución contra la comunidad cristiana de Lyón, muestra a las claras el desconocimiento del emperador sobre los sangrientos hechos acaecidos en aquella ciudad. En cualquier caso, la respuesta de Roma no dejaba lugar a dudas sobre el procedimiento que el gobernador debía seguir: entregar a la muerte a los adeptos del cristianismo (señalando la decapitación para los que fueran ciudadanos romanos), salvo que se produjera una clara renuncia a sus principios religiosos, circunstancia que conllevaría el perdón y la libertad de los acusados (Eusebio, Hist. eccL, Y, 1, 47). Es decir, a excepción del modo de actuar respecto al supuesto de la ciudadanía romana, Marco Aurelio siguió las mismas directrices marcadas por Trajano en su rescripto a Plinio el Joven. En palabras de N. Santos Yanguas (1998, p. 87), «Marco Aurelio, a causa de sus principios filosóficos, e igualmente por razones de Estado, no era partidario de la religión cristiana; sin embargo, si durante su reinado hubo mártires, no sería como consecuencia de una persecución oficial y sistemática, sino más bien como resultado de la simple aplicación del principio jurídico establecido por Trajano y que venía funcionando ya desde los años finales del reinado de dicho emperador». Ciertas fuentes, entre ellas Eusebio de Cesarea (Hist, eccl., V, 21, 1), presentan el reinado de Cómodo como un período de paz para los cristianos. Algunos investigadores modernos sostienen, incluso, que existen suficientes indicios como para hacernos pensar que las relaciones entre Iglesia y Estado comenzaron a plantearse de forma abierta, si bien no oficial (Sordi, 1988, p. 77; cfr. Baus, 1980, p. 256). A veces, también se ha concedido crédito a la suposición de que en la misma corte de Cómodo se empezaron a introducir elementos cristianos gracias a las influencias de Marcia, concubina del emperador presumiblemente cristiana (Allard, 1971,1, p. 473; Llorca, 1964,p. 178). Sin embargo, la exigua información de que disponemos sobre este particular no nos permite confirmar tal hipótesis con suficientes garantías de verosimilitud. Antes bien, la constatación de esporádicas condenas a cristianos en virtud del nomen christianum (caso, por ejemplo, del senador Apolonio, en Roma) induciría a pensar que realmente no se produjo ninguna alteración procesal (y menos aún jurídica) que afectase a los cristianos durante el reinado del último representante de los antoninos.
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e) La amplia tolerancia de los Severos Con la llegada al poder de la dinastía de los Severos (193-235), muy abierta a las influencias religiosas de Oriente y proclive a favorecer las tendencias sincretistas de orientación monoteísta, se instaura en el Imperio romano una tolerancia generalizada para los cristianos. Durante este largo período, la Iglesia se dotará de una sólida estructura interna que, en el ámbito disciplinar, girará definitivamente en tomo al episcopado monárquico. Aparecerá inmersa en un profundo proceso de redefinición de la naturaleza y estructura de las comunidades cristianas, ahora mucho más férreamente enraizadas en el tejido social y cultural del Imperio. Como muy bien ha señalado G. Filoramo, «de la religión “invisible”, privada de lugares de culto reconocidos como los templos paganos y las sinagogas judías, el cristianismo se estaba, de hecho, transformando en una religión “visible”, dotada no sólo de edificios propios para el culto, de formas seguras de iniciación y de control de la vida moral de sus adheridos, sino también de una sólida organización y de estructuras comunitarias en condiciones de hacer frente tanto a las dificultades que incumbían al Imperio, como al desafío, que permanecía vivo y vital, del variado mundo religioso pagano» (en Filoramo y Menozzi, 2001, p. 209). Por otro lado, los activos contactos entre los dirigentes de las grandes comunidades de tendencia petro-paulina consiguieron marginar a los grupos minoritarios de signo profético, apocalíptico y misteriológico; y no cabe duda de que la amplia aceptación de un único canon de las Escrituras favoreció considerablemente la consolidación de la ortodoxia cristiana. De ser cierto que en el año 202 Septimio Severo (195-211) promulgó un edicto contra el proselitismo tanto de judíos como de cristianos, habría que presuponer que estos últimos se habrían visto especialmente afectados, sin duda de forma negativa, pues sólo por medio de la misión evangélica podían aumentar significativamente sus filas. Resulta, en efecto, muy sospechoso que la única fuente documental que recoge la noticia de este edicto sea precisamente la Historia Augusta, una obra colectiva de fecha tardía que no siempre contiene información histórica fiable. Además, apenas podemos conocer las circunstan cias, y menos aún las razones, que motivaron esta decisión imperial con una referencia a la misma tan escueta: Durante su viaje, dio muchas leyes a los palestinos. Prohibió bajo severas penas hacerse judío. Respecto al cristianismo, estableció una prohibición semejante (Sev., 17, 1; trad. V. Picón García).
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Tampoco habría que desestimar del todo las razones por las que Κ. H. Schwarte dudó de que el citado edicto fuese auténtico; y es que si los cristianos se encontraban realmente en la misma situación que los judíos y únicamente su conversión era juzgada como ilegal, la condición de cristiano de nacimiento no sería considerada fuera de la ley y, como consecuencia de ello, la profesión cristiana en sí misma no habría supuesto ningún crimen legal, extremo éste que, según los procesos judiciales de la época, dista mucho de corresponder con la realidad (Schwarte, 1963), a menos que admitamos como posibilidad que dicha medida sólo tuvo aplicación efectiva en Palestina. Aun así, de aceptar este último supuesto, no parece que dicho edicto conllevara ningún inconveniente adicional que dificultara especialmente la vida religiosa de las comunidades cristianas. Si se produjeron ciertos episodios violentos que dieron lugar a algunos martirios, como el de Perpetua y Felicidad en Cartago (acaecido en el año 203), fue debido exclusivamente a la iniciativa aislada de gobernadores provinciales que aplicaron la legislación contra las asociaciones ilegales o que no consintieron la pasividad cristiana en los diferentes eventos religiosos que requerían la adhesión incondicional del pueblo (celebraciones victoriosas, decennalia, ludi saeculares) y, en ningún caso, a persecuciones programadas desde la corte imperial. Las obras de Tertuliano, compuestas a partir del 197, constituyen, en este sentido, una fuente de información inestimable (Daguet-Gagey, 2001). Por otro lado, no cabe duda de que, con emperadores como Heliogábalo (218-222) o Alejandro Severo (222-235), la seguridad y tranquilidad para los cristianos aumentaron considerablemente. Es posible que, como ya se ha apuntado, este ambiente de tolerancia fuese inducido por la sorprendente aparición de un nuevo clima religioso caracterizado por la creciente apertura del Imperio hacia las religiones mistéricas y orientales. Las tendencias sincretistas que impregnaron el mundo religioso pagano y, especialmente, las corrientes religiosas próximas al monoteísmo, favorecidas en particular por el conocido monoteísmo solar de Heliogábalo, beneficiarían considerablemente al cristianismo. De hecho, no habría que descartar que, a la muerte de Alejandro Severo, algunos adeptos de la «nueva religión» hubiesen logrado introducirse en el ordo equester y que, incluso, hubiesen gozado de la oportunidad de ocupar altos cargos en la administración imperial. Según la Historia Augusta (Alex. Sev., 29, 3), la tolerancia que este emperador desplegó hacia judíos y cristianos fue tan amplia, y la visible presencia de éstos en la sociedad tan evidente para los adeptos de los demás cultos oficiales del Imperio romano, que en el larario privado del palacio imperial se había reservado un lugar para el culto a Cristo junto a Abraham, Orfeo y Apolonio de Tiana; e incluso se aseguraba que el propio Alejandro Severo llegó a concebir la idea de levantar
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un templo dedicado a Cristo y hasta de admitirlo entre los dioses romanos. Aunque no siempre es posible conceder crédito a las noticias procedentes de esta fuente histórica de finales del siglo IV, lo cierto es que no sería extraño que el emperador hubiese recibido esta proclividad al cristianismo de su propia madre, Julia Mamea, quien había contado durante un tiempo con la presencia en su palacio de Antioquía del erudito cristiano Orígenes para que la aleccionara sobre los preceptos de la religión cristiana (Eusebio, Hist, eccl., VI, 21, 3-4). j) Maximino Tracio y Julio Filipo el Arabe Una vez asesinado su predecesor por sus propios soldados en el año 235, Maximino Tracio (235-238), iletrado y brutal, fue elevado al poder imperial por el ejército, como ya sería costumbre a lo largo de todo el siglo III. Debido, al parecer, a su profundo resentimiento contra la casa de Alejandro Severo, integrada en buena medida por cristianos, impulsó una política contraria al cristianismo. Herodiano (VII, 1,3-4) cuenta, en este sentido, que Maximino no tardó en eliminar «sin dilación» a todos los amigos de Alejandro, tanto senadores como sirvientes, y la Historia Augusta no aporta noticias muy diferentes sobre el particular: Además, mató de maneras diferentes a todos los ministros de Alejandro y abolió las disposiciones que éste había tomado. Y a medida que concebía sospechas hacia los amigos y colaboradores de Alejandro se volvía más cruel (Max., 9, 7-8; trad. A. Cascón Dorado).
La afirmación de Eusebio de Cesarea (Hist, eccl., VI, 28) de que Maximino habría ordenado acabar con la vida de los «jefes de las iglesias» (obispos, sacerdotes y diáconos), entra en contradicción con el testimonio de un obispo contemporáneo, Firmiano, quien atribuye un carácter exclusivamente local a las acciones persecutorias que en estos momentos se desataron particularmente en Capadocia (Cipriano, Epist., 75, 10), razón por la que la historiografía moderna no concede crédito alguno a aquellas palabras de Eusebio (Moreau, 1977, p. 86). Así pues, las supuestas medidas puntuales que Maximino tomó contra los cristianos no pueden considerarse como una verdadera persecución, sino como una simple depuración (aunque de alcance muy limitado) de todos aquellos que se habían movido en la órbita política de su predecesor. Ni siquiera existen pruebas de que llegara a promulgar ningún edicto contra la Iglesia, y los brotes de violencia que, de forma aislada, surgieron en algunos lugares del Imperio no obedeceron a instrucciones
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concretas de Roma, sino a la iniciativa de gobernadores que aplicaban las normas jurídicas heredadas de anteriores emperadores. En todo caso, no es probable que estos impulsos agresivos de carácter esporádico durasen mucho tiempo, pues Gordiano III (238-244) restablecería inmediatamente y, al parecer, de forma efectiva, la antigua tolerancia severiana, continuada, a su vez, por Julio Filipo el Árabe (244-249), a quien una tradición cristiana no sólo ha considerado como el primer emperador cristiano, sino también el primero en someterse a la autoridad religiosa de un obispo (en este caso Dionisio de Alejandría): De él cuenta una tradición que, como era cristiano, quiso tomar parte con la muchedumbre en las oraciones que se hacían en la Iglesia el día de la última 'vigilia de la Pascua, pero el que presidía en aquella ocasión no le permitió entrar sin haber hecho antes la confesión y haberse inscrito con los que se clasificaba com o pecadores y ocupaban el lugar de la penitencia, porque, si no hacía esto, nunca lo recibiría de otra manera, a causa de los m uchos cargos que se le hacían. Y se dice que al menos obedeció con buen ánimo y demostró con obras la sinceridad y piedad de sus disposiciones respecto del temor de D ios (Eusebio, Hist, eccl., VI, 34; trad. A. Velasco-Delgado).
Es posible que, como ha señalado algún autor, el casi absoluto silencio posterior de la Iglesia respecto a la supuesta conversión cristiana de este emperador, se hubiese debido a determinadas circunstancias políticas que desaconsejaban seguir manteniendo en el recuerdo semejante conjetura. «Quizá -apunta R. Teja (2003, p. 302)- el hecho de que la existencia de un emperador cristiano antes de Constantino quitaba protagonismo a la conversión de éste determinó que la condición de cristiano de Filipo el Árabe fuese casi totalmente olvidada en la tradición cristiana posterior». Ahora bien, existen sobradas razones para considerar que dicho silencio no fue sino el reflejo de la falta de evidencias históricas que confirmasen una circunstancia tan sorprendente. Es cierto que, durante su pacífico mandato, la Iglesia fortaleció de forma muy apreciable su posición económica y su organización interna, pero existen suficientes indicios como para dudar, de nuevo, de la imagen que Eusebio de Cesarea desea transmitir de este emperador. Según la mayoría de los investigadores, sería muy improbable que se hubiese declarado públicamente adepto del cristianismo, teniendo presente el hecho de que Filipo el Árabe llegó a divinizar a su padre y a celebrar en Roma los juegos seculares con todos los fastos de la tradición religiosa romana, a lo que habría que añadir que nunca dejó de usar símbolos paganos en sus monedas ni renunció jamás al título de Pontifex Maximus. Y, en cambio, sería comprensible que, ante las muestras de cordialidad que este emperador ofreció a los cristianos, éstos (Eusebio entre ellos) viesen en él a un firme partidario o incluso a un converso convencido, de
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la misma forma que vieron en su sucesor, Decio, a un tyranus ferociens o a un execrabile animal (Pohlsander, 1980, p. 473).
3.3. L a s p e r s e c u c io n e s
generales
a) La persecución de Decio Decio (249-251) fue el gran restaurador del paganismo del siglo III. En una inscripción encontrada en Cosa (EA, 1973, n° 235), se asigna a este emperador el significativo epíteto de restitutor sacrorum, recuperado después únicamente por Juliano a mediados del siglo IV. Al igual que sucedió con el resto de emperadores que alcanzaron el poder sin una prueba segura de legitimación, Decio acudió a la defensa de los valores de la tradición religiosa romana para conseguir de ese modo el apoyo incondicional de la opinión pública y asentar sobre una base inamovible un dominio político efímero que se fundamentaba, en realidad, en la mera usurpación militar. Las primeras medidas contra los cristianos fueron tomadas por Decio a su llegada a la capital en el otoño del 249. La animadversión popular, siempre latente y largamente refrenada por el poder imperial, pudo finalmente manifestarse en espontáneas reacciones violentas que se hicieron sentir de manera especial en aquellas ciudades en las que la comunidad cristiana era especialmente numerosa. De hecho, según Orígenes, las protestas de los paganos contra el gobierno de Filipo el Arabe, que había impedido la persecución de cristianos en todo el Imperio, habían sido muy frecuentes (Contr. Cel., III, 15). No es de extrañar, por tanto, que Dionisio de Alejandría mencionara la preocupación de su comunidad ante el final del reinado de este emperador «demasiado benévolo connosotros» (apudEusebio, Hist., eccl., VI, 41, 9). Así pues, incitados por los tumultos populares que exigían medidas mucho más drásticas de las que se habían tomado hasta entonces, los gobernadores provinciales se vieron pronto impelidos a actuar con energía contra los adeptos de la religión cristiana y, tal como temían los fieles cristianos de la capital egipcia, comenzaron a realizar detenciones y a decretar destierros. No hay duda de que, en este sentido, el adversario de Filipo el Arabe y de su política religiosa sabía de antemano que, apenas reconocido por el Senado como el legítimo emperador de Roma, podría contar con una parte considerable de la opinión pública para instaurar de nuevo la antigua religión romana y eliminar cualquier elemento perturbador que fuese ajeno a la misma. El tres de enero del año 250 el nuevo emperador decidió cumplir en el Capitolio con el tradicional sacrificio anual a Júpiter, ordenando además que
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siguiesen dicho ejemplo todas la ciudades del Imperio. Lo que durante tanto tiempo había constituido un rutinario acto formal sin apenas consecuencias políticas visibles, se convirtió así en una prueba simbólica e incondicional de adhesión al Estado y a sus divinidades protectoras. Según el edicto publicado por Decio, todos los habitantes del Imperio (salvo, al parecer, los judíos amparados por sus antiguos privilegios), estarían obligados a realizar sacrificios y a rendir culto a los dioses, razón por la que M. Sordi (1988, p. 102) consideraba que, con esta medida, el emperador estaba, en la práctica, acusando de impiedad (si no abiertamente, sí al menos de forma implícita) a todos los ciudadanos del Imperio. En realidad, se trataba de una prescripción que, para mayor eficacia y sin perjuicio alguno de los que nunca habían abandonado el paganismo, fue impuesta simplemente por procedimientos censales. Sólo quienes sacrificaban, derramaban una libación y participaban de la carne de las víctimas inmoladas, tenían derecho a recibir un libellus o certificado de sacrificio por medio del cual demostraban haber cumplido plenamente con el mandato imperial. Hasta el momento, las arenas del desierto de Egipto han preservado cerca de cincuenta libelli papiráceos (el primero fue descubierto en El Fayum en el año 1893), prueba fehaciente de que el citado decreto fue aplicado rigurosamente en todos los lugares del Imperio y a todos sus ciudadanos. Además, a juzgar por el arresto de Fabiano, obispo de Roma, el veinte de enero de ese mismo año, por haberse negado a obedecer la orden, parece que ésta se llevó a la práctica de forma inmediata. Al poco tiempo, correrían el mismo destino otros obispos como Babilas de Antioquía o Alejandro de Jerusalén, quien terminaría por morir en prisión. Solamente quienes huyeron, como Dionisio de Alejandría o Cipriano de Cartago, pudieron evitar la cárcel y la muerte. No hay duda de que, según las fuentes cristianas que nos informan del amargo destino de éstos y otros obispos relevantes, dicho decreto demostró tener una gran eficacia, golpeando con fuerza a la jerarquía eclesiástica y provocando serios problemas en el seno de las comunidades cristianas, ya que el pánico ante una muerte terrible desencadenó desde el principio un número enorme de apostasias. Cipriano describe la dramática situación vivida en Cartago en los siguientes términos: Mas, ¡oh maldad!, a muchos se les olvidaron todas estas verdades. N i esperaron siquiera a ser arrestados para subir al templo, a ser interrogados para negar a Cristo. Muchos quedaron ya derrotados antes de la batalla; derribados por tierra sin combate, no les quedó ni el recurso de que, si sacrificaban a los ídolos, se viera lo hacían contra su voluntad. Corrieron de grado al tribunal, se apresuraron a su perdición, cual si hubieran estado deseando esto ya de tiempo atrás, como si hubieran aprovechado la ocasión que se les ofrecía y hubieran estado esperándola, gustosos. Cuántos dejaron entonces los magistrados para otro día por la urgencia del tiempo y cuántos de éstos hasta rogaron que no les dilataran su perdición [...] ¿Es que acaso
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cuando llegaron de propia voluntad al Capitolio, cuando acudieron a ofrecer el horrible sacrificio, vacilaron en dar los pasos, se les oscureció el semblante, se les removieron las entrañas, se les cayeron los brazos, se les embotaron los sentidos y se les trabó la lengua y faltóles el habla? {De laps., 8; trad. J. Campos). )
Y Dionisio no se aleja mucho de esta realidad narrada por el obispo africano al describir, por su parte, los difíciles momentos por los que pasó la comunidad alejandrina: Lo cierto es que todos estaban aterrados, y muchos de los más conspicuos, unos comparecían en seguida, muertos de miedo; otros, con cargos públicos, se veían llevados por sus propias funciones, y otros eran arrastrados por los amigos. Llamados por su nombre, se acercaban a los impuros y profanos sacrificios, pálidos unos y temblorosos, com o si no fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos sacrificados y víctimas para los ídolos, tanto que el numeroso público que les rodeaba se mofaba de ellos, pues era evidente que para todo resultaban unos cobardes, para morir y para sacrificar; algunos otros, en cambio, corrían más resueltos a los altares y llevaban su audacia hasta sostener que jamás anteriormente habían sido cristianos. A ellos se refiere la muy verdadera predicación del Señor: que difícilmente se salvarán. D e los restantes, unos seguían a uno u otro de estos dos grupos mencionados, y los demás huían. En cuanto a los que fueron prendidos, los unos, tras haber llegado hasta las cadenas y la cárcel -algunos incluso estuvieron encerrados varios días-, luego renegaron, aun antes de llegar al tribunal, y los otros, después de mantenerse firmes algún tiempo en los tormentos, se negaron a seguir adelante (a p u d Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., VI, 41, 11-13; trad. A. Velasco-Delgado).
Ahora bien, a partir del momento en que fue publicado el decreto de Decio, además de los mártires y de los apóstatas o thuriflcati (aquellos que llegaron a quemar incienso ante la imagen del emperador), comenzaron a aparecer nuevos grupos de fíeles dentro de la Iglesia que se valieron de todo tipo de subterfugios para salvar las exigencias del edicto imperial: por un lado, surgieron aquellos que Cipriano llamaba stantes o consistentes por no haberse presentado cuando fueron convocados para realizar públicamente los sacrificios en honor de los dioses, aun a riesgo de un severo castigo (que a veces caía en el olvido); y, por otro lado, aquellos otros que lograron sobornar a los funcionarios para evitar el sacrificio y obtener así sus libelli (llamados libellatici). Todos estos ocasionaron en la Iglesia un grave problema disciplinar. En Occidente, por ejemplo, los libellatici eran considerados casi como apóstatas, aunque su pecado tuviera menos gravedad que el de los que consintieron en sacrificar a los dioses; en Oriente, por el contrario, no se consideraba ninguna falta contra la Iglesia haber sido libellaticus, ya que se pensaba que quienes habían comprado los libelli para librarse de los sacrificios demostraban que, ante circunstancias de máxima gravedad, no habían vacilado en desprenderse de cualquier riqueza para salvar sus almas.
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Las Actas de los Mártires a veces dejan translucir también la desestabili zación disciplinaria en el interior de la Iglesia a la que dio lugar la dramática situación provocada por la persecución de Decio. Por ejemplo, el Martirio de Pionio refleja de manera implícita las disensiones que, respecto al sacrificio por la fe, enfrentaban a diferentes tendencias dentro de una misma comunidad. En este sentido, es muy ilustrativo que el relato del martirio se abra con las siguientes palabras: Que convenga relatar y se deban recordar los merecimientos de los santos, cosa es que manda el Apóstol, por saber que por la memoria de los hechos gloriosos crece la llama en el pecho de los egregios varones, de aquellos señaladamente que se esfuerzan por imitar tales ejemplos y con noble emulación contienden con los hombres pasados. D e ahí que no deba callarse la pasión del mártir Pionio, pues mientras él vio la luz disipó en muchos hermanos la ignorancia y el error, y luego, coronado del martirio, a los mismos a quienes infundió vivo su doctrina les mostró en su muerte un ejemplo {Mart. Pion., I; trad. D. Ruiz Bueno).
Sin olvidar que las Actas de los Mártires fueron redactadas desde una perspectiva ortodoxa en defensa de la teología triunfal del martirio, resulta extraordinariamente significativo que la defección del propio obispo de Esmima, quien había cedido por cobardía al sacrificio pagano (Mart. Pion. XV, 2) y que sin duda alguna se encontraba entre aquellos hermanos dominados por la «ignorancia y el error», no hiciese a Pionio desistir de su heroica determinación (Mart. Pion., VIII, 3-4). Con todo, las víctimas de la persecución de Decio no fueron muchas. De hecho, la finalidad del edicto no era provocar martirios sino apostasias y, en este sentido, es indudable que pocos cristianos (entre ellos obispos y diáconos) se resistieron a la claudicación. Resulta difícil admitir que, como a menudo se ha señalado, el citado decreto no llegara a alcanzar su objetivo último por haberse atenido exclusivamente al viejo principio jurídico según el cual el «delito de cristianismo» sólo era una falta individual de carácter religioso, en lugar de haber contemplado como posibilidad oficialmente punible su realidad comunitaria (Sordi, 1988, p. 105). Como veremos, Valeriano y Diocleciano intentaron atacar infructuosamente a la Iglesia por ese flanco. Lo cierto es que la pronta desaparición de Decio fue determinante para que la persecución no se prolongara hasta ver cumplidos plenamente sus objetivos. Aun así, sus efectos en la Iglesia fueron devastadores hasta el punto de haber provocado incisivas divisiones internas, «algunas de las cuales dieron lugar a cismas, como el de Novaciano en Roma, que se prolongarán durante siglos» (Teja, 2003, p. 310). De hecho, el edicto de este emperador precipitó un inquietante contraste, cada vez más pronunciado, entre el grupo mayoritario de lapsi y libellatici y el de aquellos que estuvieron dispuestos a permanecer firmes en la fe aun a riesgo de
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perder la vida. Ahora bien, esta dislocación en el seno de las comunidades cristianas podría encontrar una explicación plausible en las profundas transformaciones que la Iglesia había conocido en la primera mitad del siglo III. Según G. Filoramo (en Filoramo y Menozzi, 2001, p. 248), «la influencia de los nuevos conversos había creado una creciente fosa entre el pueblo de creyentes, cuyas convicciones demostraban no ser totalmente sólidas ante la prueba del martirio y los que, herederos de la tradición de los confesores y mártires, prefirieron (como Pionio), una muerte atroz, antes que traicionar su propia fe». Cipriano mismo denuncia, en este sentido, la alarmante relajación en las virtudes cristianas que observaba con indignación no sólo en los fieles sino también en los ministros de la Iglesia, atribuyendo, desde una perspectiva claramente providencialista, a esta degradación moral la responsabilidad última de la persecución: Cada uno buscaba engrosar su hacienda y, olvidándose de la pobreza que practicaban los fieles en tiempo de los apóstoles y que siempre debieran seguir, no tenían otra ansiedad que la de acumular bienes con una codicia abrasadora e insaciable. N o se veía en los sacerdotes el celo por la religión ni una fe íntegra en los ministros del santuario; no había obras de misericordia ni disciplina en las costumbres [...] Muchos obispos, que deben ser un estímulo y ejemplo para los demás, despreciando su sagrado ministerio, se empleaban en el manejo de bienes mundanos, y abandonando su cátedra y su ciudad recorrían por las provincias extranjeras los mercados a caza de negocios lucrativos, buscando amontonar dinero en abundancia, mientras pasaban necesidad los hermanos en la Iglesia [...] Qué castigo no íbamos a merecer por tales iniquidades, puesto que ya tiempo ha había advertido la justicia divina con estas palabras: Si abandonaren mi ley y no siguieren mis juicios, s i profanaren m is precep to s y no observaren mis mandamientos, castigaré con la vara sus m aldades y con el azote sus delitos [Sal 88, 3133] (De apost., 6; trad. J. Campos).
b) La persecución de Valeriano A pesar de la muerte de Decio en la guerra contra los godos, no parece que cesara inmediatamente la presión contra los cristianos. Aunque la intensidad persecutoria se había reducido considerablemente, durante el reinado de su sucesor, Trebonio Galo (251 -253), se registraron todavía episodios de violencia que tuvieron como escenario principalmente la capital del Imperio. Gracias a la carta que Cipriano dirigió a Lucio (Epist.,61), sucesor de Cornelio en la sede episcopal de Roma tras la muerte de éste en la pasada persecución, conocemos algunos detalles de acciones esporádicas contra ciertos miembros de la Iglesia romana. Por su parte, Dionisio de Alejandría asegura que el nuevo emperador en persona aprobó algunas medidas encaminadas a conducir al destierro a los «santos varones que ante Dios intercedían por su paz y por su salud» (apud
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Eusebio, Hist, eccl., VII, 1). Los efectos de dichas medidas fueron, no obstante, muy exiguos. Habrá que esperar hasta el reinado de Valeriano (253-260) y, en concreto al año 257, para asistir a una reanudación de las persecuciones generales en todo el Imperio. Influido, según parece, por su consejero Macrino, en ese año dejó atrás la disposición favorable al cristianismo que había demostrado tener durante sus primeros años de reinado. En comparación con sus precedentes, las medidas de Valeriano presentan un carácter innovador. Sus pretensiones fueron mucho más selectivas, pues apuntaban directamente contra la jerarquía eclesiástica y, especialmente, contra las más destacadas e influyentes figuras cristianas dentro de la sociedad. De ahí que en su primer edicto obligase a sacrificar a los dioses solamente al clero cristiano y prohibiese, bajo pena de muerte, la celebración de cultos. Pero además, ordenó mediante el mismo decreto, el cierre de todas las iglesias, así como la confiscación de los cementerios y demás lugares de reunión. Al año siguiente, se hizo público un segundo edicto por el que, según nos informa Cipriano, se endurecían las penas y se ampliaba su radio de acción con el fin de alcanzar también a todos aquellos sospechosos que gozasen de un alto rango social. Ahora no sólo serían condenados a muerte los dignatarios eclesiásticos (obispos, presbíteros y diáconos) que rehusasen sacrificar a los dioses, sino también los cristianos pertenecientes a los órdenes ecuestre y senatorial. Los funcionarios imperiales serían, asimismo, reducidos a la esclavitud y condenados de por vida a trabajos forzados. Así se expresaba el obispo de Cartago: Lo verdadero es lo siguiente: Que Valeriano dio un rescripto al Senado, ordenando que los obispos y presbíteros y diáconos fueran ejecutados al instante, que los senadores y hombres de altas funciones y los caballeros romanos deben ser despojados de sus bienes, además de la dignidad, y, si perseveraren en su cristianismo, después de despojados de todo, sean decapitados; las matronas, por su parte, perderán sus bienes y serán relegadas al destierro; a los cesarianos, cualesquiera que hubieren confesado antes o confesaren al presente, les serán confiscados los bienes y serán encarcelados y enviados a las posesiones del emperador, levantando acta de ellos (E pist., 80, 1; trad. J. Campos).
No hay duda de que por medio de estas medidas el emperador trató de incautarse propiedades y bienes no sólo de la Iglesia sino también de aquellos nuevos cristianos pertenecientes a las clases más acomodadas de la sociedad romana. En palabras de R. Teja (2003, p. 310), «los motivos de orden financiero y económico que subyacían en la persecución, en un momento de crisis económica del Estado, se ponen de manifiesto en el hecho de que a los senadores y funcionarios de la corte que hubiesen accedido a ofrecer sacrificios
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no les eran restituidos sus bienes embargados por el fisco». Era, en efecto, la primera vez que la apostasia no era suficiente motivo para anular la pena. Pero además, al intentar golpear duramente a la jerarquía eclesiástica, tratando así de privar a la Iglesia de sus dirigentes y, por tanto, de su estructura de poder, los dos edictos de Valeriano demostraban que las autoridades imperiales habían asumido, también por primera vez, la importancia social adquirida por el cristianismo dentro del Imperio y, al mismo tiempo, reconocían la existencia de una fuerte organización colectiva e institucional que era necesario desmembrar, comenzando con el descabezamiento de sus más altos dignatarios y valedores. Aunque las víctimas de esta persecución (entre ellas Cipriano, el conocido obispo de Cartago), fueron más numerosas que las de la anterior, al igual que sucedió con Decio, los edictos de Valeriano tuvieron tan corta vigencia que apenas contaron con margen temporal suficiente como para cumplir tan ambiciosos objetivos. En efecto, apenas comenzado su reinado en solitario, su hijo Galieno (260-268) derogó las disposiciones de Valeriano contra los cristianos y, en consecuencia, restituyó a los obispos las propiedades eclesiásticas confiscadas: Pero no mucho después, mientras Valeriano sufría la esclavitud entre los bárbaros, empezó a reinar solo su hijo y gobernó con mayor sensatez. Inmediatamente puso fin, mediante edictos, a la persecución contra nosotros, y ordenó por un rescripto a los que presidían la palabra que libremente ejercieran sus funciones acostumbradas. El rescripto rezaba así: «El emperador César Publio Licinio Galieno Pío Félix Augusto, a D ionisio, Pina, Demetrio y a demás obispos: He mandado que el beneficio de mi don se extienda por todo el mundo, con el fin de que se evacúe los lugares sagrados y por ello también podáis disfrutar de la regla contenida en mi rescripto, de manera que nadie pueda molestaros. Y aquello que podáis recuperar, en la medida de lo posible, hace ya tiempo que lo he concedido. Por lo cual, Aurelio Cirinio, que está al frente de los asuntos supremos, mantendrá cuidadosamente la regla dada por mí» (Eusebio, Hist., eccl., VII, 13; trad. A. Velasco-Delgado).
Aunque algunos autores se muestran reacios a admitir que, por medio del citado rescripto, el cristianismo fuese reconocido oficialmente como licita religio (S. Pezzella, 1965), lo cierto es que, en la práctica, se había abierto un inesperado conducto legal a partir del cual los cristianos podrían gozar de plena libertad de culto. W. H. C. Frend (1965, pp. 440-467) sostuvo incluso que, sin la inauguración de esta nueva época, no habría sido posible el definitivo triunfo de la Iglesia, cuyos primeros momentos de gestación han de situarse en el largo período de tranquilidad que vivió esta institución desde el reinado de Galieno hasta la persecución de Diocleciano (260-303). Eusebio de Cesarea no podría haber descrito mejor la prosperidad que acompañaba entonces a la Iglesia:
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¡Era de ver también de qué favor todos los procuradores y gobernadores juzgaban dignos a los dirigentes de cada iglesia! ¿Y quién podría describir aquellas concentraciones de miles de hombres y aquellas muchedumbres de las reuniones de cada ciudad, lo mismo que las célebres concurrencias en los oratorios? Por causa de éstos precisamente, no contentos ya en modo alguno con los antiguos edificios, levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por todas las ciudades (Hist, eccl., VIII, 1, 5; trad. A. Velasco-Delgado).
Y es que -afirma Eusebio a continuación-, después de tantos sufrimientos, los cristianos se habían hecho, por fin, merecedores de la protección divina: Esto con el tiempo iba avanzando y cobrando cada día mayor acrecentamiento y grandeza, sin que envidia alguna lo impidiera y sin que un mal demonio fuera capaz de hacerlo malograr ni obstaculizarlo con conjuros de hombres, en tanto que la celestial mano de D ios protegía y custodiaba a su propio pueblo porque en realidad lo merecía (Hist, eccl., VIII, 1, 6; trad A. Velasco-D elgado).
En efecto, de acuerdo con la información que aportan las fuentes literarias y con los abundantes datos arqueológicos de que disponemos, podemos constatar que la expansión geográfica del cristianismo a finales del siglo III fue, aunque desigual, ciertamente espectacular. De forma detallada, J. Montserrat Torrents (1992, p. 247) apunta que en las vísperas de la Gran Persecución «la máxima densidad cristiana se encontraba en Asia Menor, Macedonia y Grecia, en Oriente, y en el norte de África, en Occidente. En Asia Menor había pequeñas ciudades íntegramente cristianas, incluidos los magistrados. Roma, Alejandría (no el resto de Egipto) y Siria, con Antioquía a la cabeza, detentaban nutridas comunidades. El resto e Italia, Galia e Hispania registraban grupos más pequeños». c) La Gran Persecución Ante la progresiva gravedad de los problemas políticos, militares y económicos que afectaban al Imperio, Diocleciano (285-305) decidió emprender una profunda regeneración de las estructuras del Estado con la instauración de un nuevo régimen político: la tetrarquía. A partir de entonces, el Imperio sería regido por cuatro soberanos (dos de rango superior, los Augustos, y dos de rango inferior, los Césares) que compartirían el mando, dos en Oriente y otros dos en Occidente. Para afianzar el poder imperial, Diocleciano (que, no obstante, se había reservado la supremacía entre sus colegas) ideó una teología política con la que reforzar el carácter divino de los nuevos emperadores e instaurar un absolutismo teocrático que rompiera con la vieja tradición asentada en el título augusteo de Princeps (el primero entre
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iguales) como principio legitimador del poder imperial. El complejo sistema político creado por Diocleciano se asentaría en el modelo de las monarquías orientales: todo lo relacionado con la persona del emperador (dominus et deus noster), así como con las instituciones y ceremonias de la corte, tendría carácter sagrado. En este sentido, Diocleciano adoptó en el 287 el título de Iovius, descendiente de Júpiter, atribuyendo a su compañero el de Herculius (de la estirpe de Hércules). A su vez, los dos Césares nombrados en el 293 (Galerio y Constancio Cloro) serían investidos con el nombre de sus respectivos Augustos a fin de configurar dos líneas dinásticas de ascendencia divina. Ninguno de los soberanos eligió Roma como capital, ya que la sede de Diocleciano fue Nicomedia y Milán la del otro Augusto, Maximiano. Aunque es indudable que los valores de la religión tradicional romana ocupaban un lugar destacado en la ideología que sustentaba este nuevo régimen político, parece que, no obstante, los cristianos no se vieron afectados en sus prácticas religiosas hasta los últimos años del reinado de Diocleciano. Ciertamente, ya con anterioridad a la persecución general que sobrevino en el año 303, puede constatarse la existencia de algunas medidas contra los cristianos que servían en el ejército y contra aquellos otros que ocupaban altos cargos en la corte imperial, pero apenas tuvieron repercusiones negativas en el seno de las comunidades cristianas. Ahora bien, los motivos por los que en aquel año se decidió desencadenar una nueva oleada de persecuciones contra el cristianismo permanecen todavía en la oscuridad. Realmente, varios factores pudieron haber favorecido una decisión tan drástica, pero no existe certeza de que alguno de ellos prevaleciera sobre los demás. Se ha apuntado que, en un momento determinado, pudieron haber adquirido gran relevancia las tensiones personales surgidas en la corte, donde la mujer y la hija del propio Diocleciano llegaron a ser sospechosas de haber favorecido conscientemente al cristianismo. También se ha señalado que la decisiva victoria de Galerio en el 297 sobre los persas permitió centrar la atención en cuestiones de política interna y afrontar con mayores garantías el problema de la religión cristiana. Finalmente, se ha acudido a explicaciones de carácter exclusivamente ideológico, como la creciente necesidad, cada vez más acuciante, de emprender una política de erradicación del cristianismo para un emperador que se había propuesto recuperar los valores tradicionales de la sociedad romana (Filoramo y Menozzi, 2001, p. 262). Es posible que las persecuciones contra los cristianos fuesen, en realidad, la continuación de las medidas que se habían tomado en el año 297 (o quizás en el 302) contra el maniqueísmo, pues las razones aducidas para acabar con los maniqueos serían muy parecidas a las que se habían divulgado para difamar a los cristianos. El texto del decreto antimaniqueo, recogido en el Código
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Gregoriano (recopilación privada de constituciones imperiales reunida a finales del siglo III o principios del IV), era el siguiente: Los emperadores Augustos D ioeleciano y M aximiano y los nobilísim os Césares Constancio y Maximiano a Juliano, procónsul de África [...] Pero los dioses inmortales por su providencia se dignaron ordenar y disponer que las cosas que son buenas y verdaderas fueran aprobadas y establecidas en su integridad, por el consejo y deliberación de muchos varones no sólo buenos sino también ilustres y sapientísimos, a quienes no está permitido ni enfrentarlas ni resistirlas, y una vieja religión no debiera ser criticada por una nueva. Sin duda es propio del más grande crimen volver a tratar las cosas que una vez establecidas y definidas por los antiguos tienen y poseen su estado y curso. D e ahí que nosotros tengamos un inmenso interés en castigar la obstinación de la mente torcida de hombres muy malos, pues hemos oído que estos maniqueos, que ponen nuevas e inauditas sectas contra las más viejas religiones, de modo que según su torcido capricho excluyen las cosas que alguna vez nos fueron concedidas por voluntad divina, y de los cuales tú hábilmente nos diste cuenta para nuestra tranquilidad; com o nuevos e inopinados prodigios, muy recientemente nacieron y salieron a este mundo desde la nación persa, enemiga nuestra, y que cometen ahí muchas fechorías y que ciertamente perturban a pueblos quietos y que también introducen muy grandes daños a las ciudades: y debe temerse, que aunque sea por casualidad, como suele suceder, llegándose el tiempo, intenten por las costumbres execrables y por las funestas leyes de los persas, infectar, por así decir, con sus malévolos venenos a hombres de naturaleza más inocente, al pueblo romano modesto y también tranquilo y a todo nuestro universo [...] ( Cod. G reg., 14, 4, apu d Coll. leg., 15, 3; trad. Μ. E. Montemayor A ceves).
Retomando las líneas fundamentales de las disposiciones de Valeriano, el primer edicto de Diocleciano (y Galerio) contra el cristianismo, dado a conocer el 24 de febrero del 303 (fecha elegida no por casualidad, pues coincidía con la fiesta de los Terminalia), suponía un ataque directo contra la Iglesia como institución y, especialmente, contra sus más altos e insignes dirigentes. Ordenaba la destrucción de todas las iglesias, la quema pública de sus libros sagrados (que, además, debían ser entregados a las autoridades por los propios ministros cristianos), la prohibición de sus servicios religiosos, la confiscación de todos los bienes eclesiásticos, así como la destitución inmediata de todos aquellos cristianos que ocupasen cargos públicos. Los pertenecientes a las clases elevadas (honestiores) perderían todos sus privilegios y los que tuviesen la condición de esclavos nunca podrían ser manumitidos. No hay duda de que, con este primer edicto, el poder imperial se propuso de nuevo lesionar gravemente los sólidos cimientos de la organización eclesiástica y, al mismo tiempo, privar a los cristianos socialmente acomodados de todos sus privilegios y propiedades. Pero el daño moral infligido fue, si cabe, aún mucho mayor, pues los dirigentes eclesiásticos sufrieron, además, el descrédito y la humillación ante los miembros de sus propias congregaciones cuando fueron obligados a entregar a los funcionarios paganos los libros sagrados, que no habrían de tener otro destino que arder en el fuego. Las actas
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oficiales conservadas de la incautación de los bienes de la iglesia de Cirta, en Numidia (hoy Constantine, Argelia), el 19 de mayo del 303, constituyen un documento excepcional que ofrece el testimonio real de las consecuencias que trajo consigo la aplicación sistemática de estç edicto en todo el Imperio {vid. Duval, 2000a). La mayor parte de la comunidad cristiana había huido a un cercano desierto montañoso cuando la comisión oficial encargada de velar por el cumplimiento del decreto imperial hizo su entrada «en donde los cristianos tenían la costumbre de reunirse». Entonces, el funcionario romano ordenó al obispo Pablo «traer los libros de la ley y todas las demás cosas que tenéis aquí». Según las propias palabras del prelado, salvo las Escrituras, que se encontraban en manos de los lectores, estaba dispuesto a entregar sin dilación el resto de las cosas requeridas por las autoridades presentes. Aunque los diáconos (entre ellos Silvano, futuro obispo de la ciudad) aportaron el único códice del que disponían, los seis lectores proporcionaron finalmente cinco códices grandes, dos pequeños, veinticinco de un tamaño no especificado y cuatro cuadernos de apuntes (Gest. apud Zen. cons., 3-4). Ante éstas y otras drásticas medidas, es fácil deducir que la comunidad cristiana de Cirta (al igual que otras muchas) quedaría seriamente afectada. Aunque este primer edicto no pretendía provocar derramamientos de sangre (Lactancio, De morí, pers., 11,3), la aversión popular y el desarrollo lógico del procedimiento seguido contra las comunidades cristianas, no sólo convirtieron a muchos ministros de la Iglesia en traditores, sino que además originaron una considerable cantidad de víctimas que entregaron su vida por negarse a colaborar con las autoridades imperiales o por tratar de impedir que éstas desarrollasen su cometido. Sin embargo, los nefastos efectos de esta primera persecución difícilmente podrían igualar el número de martirios a que dieron lugar los siguientes edictos. En el verano de ese mismo año, se decretaba el encarcelamiento de los miembros que formaban la jerarquía eclesiástica en todos sus grados, con el único fin de obligarles a realizar sacrificios en honor de los dioses paganos. Eran tantos los detenidos que la situación en las cárceles llegó a ser insostenible y, en cierto modo, grotesca: ¡antiguos criminales tuvieron que ser desalojados para hacer sitio a obispos y presbíteros! Así lo relataba Eusebio de Cesarea: Y el espectáculo a que esto dio lugar sobrepasa toda narracción: en todas partes se encerraba a una muchedumbre innumerable, y en todo lugar las cárceles, aparejadas anteriormente, desde antiguo, para homicidas y violadores de tumbas, rebosaban ahora de obispos, presbíteros, diáconos, lectores y exorcistas, hasta no quedar ya sitio allí para los condenados por sus maldades (Hist, eccl., VIII, 6, 9; trad. A. Velasco-Delgado).
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A principios del año 304, quizás debido a los acuciantes problemas provocados por el hacinamiento en las cárceles del Imperio o como una especie de «amnistía» en previsión de las inminentes vicennalia (fiesta que conmemoraba los veinte años de reinado de Diocleciano), se ordenaba por medio de un tercer edicto liberar a los presos cristianos que sacrificaran y atormentar hasta la muerte a los que se resistieran obstinadamente. Y apenas unos meses después (en la primavera del mismo año), impuesta ya claramente la voluntad de Galerio sobre los designios del Imperio, se estableció la obligación para todos los habitantes del Imperio de ofrecer públicamente sacrificios y libaciones a los dioses tradicionales romanos. Lactancio afirma, no sin evidente exageración, que entonces se produjeron verdaderas ejecuciones en masa: «personas de todo sexo y edad eran arrojadas al fuego y el número era tan elevado que tenían que ser colocados en medio de la hoguera, no de uno en uno, sino en grupos» (De morí, pers., 15,3); y asegura, además, que, para ello, se forzó al máximo el procedimiento jurídico por el que se condenaba a los cristianos: [...] se ideaban sistemas de tortura desconocidos hasta entonces y, a fin de que nadie fuese juzgado sin pruebas, eran colocados altares en las salas de audiencia y delante de los tribunales para que los litigantes ofreciesen sacrificios antes de defender sus causas: se presentaba, pues, uno ante los jueces como si fuese ante los dioses (Lactancio, D e mort, p ers., 15, 5; trad. R. Teja).
No puede negarse, sin embargo, que esta última disposición, heredera del antiguo edicto del emperador Decio, produjo abundantes víctimas. Ahora bien, su incidencia, al igual que la de las medidas precedentes, no fue la misma en todas las partes del Imperio. Mientras que la persecución se prolongó en Oriente casi diez años, sus dramáticos efectos en Occidente apenas se dejaron sentir durante dos años. Tales circunstancias fueron debidas a la distinta disposición que, tanto los Augustos como los Césares, mostraron en una y otra parte del Imperio. En los territorios gobernados por Constancio Cloro (Galia y Britania), padre del futuro emperador Constantino, los edictos imperiales apenas tuvieron aplicación y en aquellos otros que dependieron de Maximiano (Italia, Hispania y África) la persecución, aunque de mayor intensidad, cesó pronto, a los pocos meses de haberse iniciado. Al menos ésta es la versión que nos ha transmitido la historiografía cristiana: Se habían enviado también cartas a Maximiano y a Constancio para que actuasen del mismo modo; ni siquiera se solicitó su parecer en asunto tan importante. Ciertamente, el anciano Maximiano, persona que no se caracterizaba por su clem encia, obedeció de buen grado en Italia. En cuanto a Constancio, para que no pareciese que desaprobaba las órdenes de sus superiores, se limitó a permitir que fuesen destruidos los lugares de reunión, es decir, las
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paredes que podían ser reconstruidas, pero conservó intacto el verdadero templo de D ios que se encuentra dentro de las personas (Lactancio, D e morí, p e rs., 15, 6-7; trad. R. Teja; cfr. Eusebio,H ist. ecch, VIII, 13, 13).
En la parte oriental del Imperio, donde el cristianismo estaba más extendido, los emperadores (Diocleciano hasta su abdicación en el 305, así como Galerio y Maximino Daya) hicieron cumplir los edictos de manera estricta hasta el 311, año en el que Galerio, gravemente enfermo, publicó antes de su muerte un edicto de tolerancia por el que se permitía a los cristianos practicar libremente su religión y se decretaba la restitución de los bienes confiscados (Lactancio, De mort, pers., 34). En realidad, esta decisión suponía el reconocimiento público (no exento de cierta ironía) del fracaso de los propósitos a los que se había pretendido llegar con las reiteradas persecuciones impulsadas por el Estado contra la Iglesia (Skarsaune, 2002, p. 429): [...] Tras emanar nosotros la disposición de que volviesen a las creencias de los antiguos, muchos accedieron por las amenazas, otros muchos por las torturas. Mas, com o muchos han perseverado en su propósito y hemos constatado que ni prestan a los dioses el culto y la veneración debidos, ni pueden honrar tampoco al D ios de los cristianos, en virtud de nuestra benevolísima clemencia y de nuestra habitual costumbre de conceder a todos el perdón, hemos creído oportuno extenderles también a ellos nuestra muy manifiesta indulgencia, de modo que puedan nuevamente ser cristianos y puedan reconstruir sus lugares de culto, con la condición de que no hagan nada contrario al orden establecido [...] (Lactancio, D e mort, pers., 34, 3-4; trad. R. Teja).
A pesar de que, por razones de rivalidad entre los emperadores, Maximino Daya volvió a reanudar con cierta fuerza la persecución una vez desaparecido Galerio, el sufrimiento de los cristianos no se prolongó en ningún caso más allá de su trágica muerte en el año 313. Lo cierto es que la progresiva descomposición del sistema tetrárquico y las continuas guerras civiles que surgieron entre los diversos aspirantes al poder, proporcionaron a los cristianos inesperados períodos de calma en los que, de forma sucesiva, lograron recomponer la estructura interna de las comunidades golpeadas por los perseguidores. «Además, -observa acertadamente R. Teja-, la atmósfera que rodeaba a los cristianos en la sociedad pagana había cambiado profundamente respecto a las persecuciones anteriores y los cristianos ahora encontraron generalmente comprensión en la sociedad, como víctimas inocentes de un poder despótico, lo que atenuó notablemente la aplicación de las medidas contra ellos» (2003, p. 314).
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3 .4 . C o n s t a n t in o
y l a n u e v a e r a c r is t ia n a
Tras la abdicación en el año 305 de los dos primeros Augustos, Diocleciano y Maximiano, el sistema de la tetrarquía comenzó a tambalearse irremisiblemente. Después de la muerte en junio del 306 de Constacio Cloro (Augusto desde la abdicación de Maximiano), su hijo Constantino, proclamado emperador por el ejército, se hizo dueño único de la parte occidental del Imperio tras vencer en la famosa batalla del Puente Milvio (28 de octubre del 312) a su rival Majencio. Tanto Lactancio (De mort, pers., 44, 3-6) como Eusebio (Vit. Const., I, 26-29) relatan que dicha victoria fue consecuencia de la intervención divina, pues, gracias a las prodigiosas señales que le fueron indicadas a Constantino mientras dormía (una cruz de luz en la que se percibían las palabras in hoc vinces), pudo acabar con su feroz adversario. A raíz de este «prodigio», la historiografía cristiana comenzó a hablar de la «conversión de Constantino» y, aunque el significado exacto de tal expresión suscita todavía largas controversias entre los eruditos, a partir de ese momento, Constantino favoreció extraordinariamente a los cristianos y consideró a su «Dios Supremo», e incluso a «Cristo», como la deidad que habría de guiar su reconstrucción del Imperio romano con la instauración de una nueva época de paz y orden. Para llevar a la práctica sus ambiciosos propósitos encontró momentánea mente a un valioso aliado en la persona de Licinio, único gobernante de la parte oriental del Imperio tras haber derrotado a Maximino Daya a principios del 313. En junio de ese mismo año, ambos emperadores publicaron de forma conjunta el acuerdo conocido posteriormente como «Edicto de Milán», por el cual se concedía a los cristianos plena libertad religiosa, así como la restitución de todos los lugares de reunión que les habían sido confiscados durante las pasadas persecuciones. Tanto Eusebio como Lactancio han transmitido el texto completo de dicho edicto, cuyos pasajes más significativos son los siguientes: Habiéndonos reunido felizmente en Milán tanto yo, Constantino Augusto, como yo, Licinio Augusto, y habiendo tratado sobre todo lo relativo al bienestar y a la seguridad públicas, juzgamos oportuno regular, en primer lugar, entre los demás asuntos que, según nosotros, beneficiarán a la mayoría, lo relativo a la reverencia debida a la divinidad; a saber, conceder a los cristianos y a todos los demás la facultad de practicar libremente la religión que cada uno desease, con la finalidad de que todo lo que hay de divino en la sede celestial se mostrase favorable y propicio tanto a nosotros como a todos los que están bajo nuestra autoridad. A sí pues, con criterio sano y recto, hemos creído oportuno tomar la decisión de no rehusar a nadie en absoluto este derecho, bien haya orientado su espíritu a la religión de los cristianos, bien a cualquier otra religión que cada uno crea la más apropiada para sí, con el fin de que la suprema divinidad, a quien rendimos culto por propia iniciativa, pueda prestamos en toda circunstancia su favor y benevolencia acostumbrados [...] Además, hemos dictado, en relación con los
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cristianos, la siguiente disposición: los locales en que anteriormente acostumbraban a reunirse [...] les deben ser restituidos a los cristianos sin reclamar pago o indemnización alguna y dejando de lado cualquier subterfugio o pretexto [...] Por otra parte, puesto que es sabido que los mismos cristianos poseían no sólo los locales en que solían reunirse, sino también otras propiedades que pertenecían a su comunidad en cuanto persona jurídica, es decir, a las iglesias, y no a las personas físicas, también éstas, sin excepción, quedan incluidas en la disposición anterior [...] A fin de que puedan llegar los términos del decreto, muestra de nuestra benevolencia, a conocimiento de todos, deberás [el praeses] ordenar su promulgación y exponerlo en público en todas partes para que todos lo conozcan, de modo que nadie pueda ignorar esta manifestación de nuestra benevolencia (De mort, p e rs., 48 ,2 -1 2 ; trad. R. Teja; cfr. Eusebio, Hist, e cc l, X, 5,4-14).
Es cierto que, por medio de este edicto, el cristianismo podría gozar de la misma tolerancia reconocida a otros credos religiosos. Sin embargo, una lectura atenta del documento revela que el propósito último de los emperadores era legalizar de forma singular a la religión cristiana, única creencia que aparecía mencionada de manera explícita. No hay duda de que la suerte de la Iglesia había cambiado ya definitivamente. De nada serviría que después (especialmente a partir del 320) Licinio cambiara de idea y actuara contra el espíritu de este decreto, pues tal imprudencia apenas supuso un pequeño quebranto para los cristianos y, en cambio, contribuiría a su propia destrucción. Como si hubiese contado de nuevo con la ayuda divina, Constantino terminó por imponerse al «tirano» de Oriente en septiembre del 324, convirtiéndose así en el único gobernante de todo el Imperio. En ese preciso instante, el maltrecho sistema de la tetrarquía ideado por Diocleciano quedaría definitivamente abolido. Es muy significativo que Eusebio de Cesarea, que había vivido la Gran Persecución en la parte oriental del Imperio y que, probablemente, había comenzado su monumental Historia ecclesiastica con anterioridad a las acciones persecutorias de los tetrarcas, decidiese retrasar su publicación para poder incluir el «final feliz» de su historia. Ahora que los malvados emperadores que osaron perseguir a la Iglesia habían desaparecido y que Constantino comenzaba a ser visto como el nuevo Moisés destinado a dirigir los designios del renovado pueblo de Dios, podría finalmente poner término a su gloriosa narración: [...] Todo estallaba de luz. Los que antes andaban cabizbajos se miraban mutuamente con rostros sonrientes y ojos radiantes, y por las ciudades, igual que por los campos, las danzas y los cantos glorificaban en primerísimo lugar al Dios rey y soberano de todo -porque esto habían aprendido-, y luego al piadoso emperador, junto con sus hijos amados de Dios [...] Expurgada así, realmente, toda tiranía, el imperio que les correspondía se reservaba seguro e indiscutible solamente para Constantino y sus hijos, quienes, después de eliminar del mundo antes que nada el odio a Dios, conscientes de los bienes que Dios les había otorgado, pusieron de manifiesto
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su amor a la virtud, su amor a D ios, su piedad para con D ios y su gratitud, mediante obras que realizaban públicamente a la vista de todos los hombres (Hist, eccl., X , 9 ,7 -9 ; trad. A. VelascoDelgado).
No es extraño que, tras largos años de persecución, los autores cristianos de la época juzgasen como milagrosos los acontecimientos acaecidos durante el dilatado reinado de Constantino y, aún menos, que la Iglesia aprovechase la oportunidad que el poder le brindaba para afianzar su posición en el Imperio. Y es que, a pesar de las fórmulas de compromiso oficial con la vieja religión, las medidas de este emperador en favor de la Iglesia y del culto cristiano fueron continuas y decisivas. Los clérigos gozaron pronto de la exención de los munera curialia y las iglesias obtuvieron a partir del 321 el derecho a recibir legados, incrementando con ello aún más sus ya enormes riquezas. Además, mediante diferentes iniciativas, quedaron resguardadas otras prerrogativas de carácter jurídico, como por ejemplo la jurisdicción episcopal, el reconocimiento legal del arbitrio del obispo inter volentes, el derecho de asilo a las iglesias cristianas o la institución de la manumissio in ecclesia. Algunas leyes regularon costumbres sociales y morales, y, aunque no puedan considerarse medidas expresamente filocristianas, tuvieron muy presentes la «sensibilidad» y los postulados doctrinales de la «nueva religión». Éste sería el caso de, entre otras muchas, las normas relativas a la proscripción de la crucifixión, la prohibición de marcar a los esclavos en la cara, la proclamación oficial de la fiesta dominical, la mitigación del procedimiento penal, la penalización del divorcio, etc. Asimismo fue notable el impulso que dio el emperador a las construcciones masivas de iglesias cristianas, las cuales pasaron a formar parte de la edilicia pública. Bajo estas circunstancias, la Iglesia tuvo una vez más que colaborar y acomodarse a las exigencias del poder imperial para llegar a un entendimiento fructífero, ya que, como afirma G. Puente Ojea (1974, p. 279), «entre poderes nada se da gratuitamente: la Iglesia retribuye inmediatamente decretando, en el Concilio de Arlés (agosto del 314), lo que había sido ya, en ocasiones, práctica cristiana, es decir, la excomunión de todo soldado que se rebelase contra la autoridad política constituida; y decretando también la suspensión de la excomunión ipso facto de los cristianos que aceptaren cargos públicos; la excomunión intervendría ahora sólo mediante prueba de actos de apostasia. Iglesia y Estado se traban desde este momento tan íntimamente que ya no queda espacio jurídico alguno para la, en otro tiempo, debatida “objeción de conciencia”». Sin embargo, pronto pudo comprobarse que el emperador romano podría también convertirse en un aliado incómodo, especialmente cuando insistía en
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erigirse en la máxima autoridad en materias eclesiásticas que no fueran exclusivamente teológicas y en asumir hasta sus últimas consecuencias la responsabilidad de asegurar la unidad y la paz dentro de la Iglesia. El cisma donatista surgido hacia el 311/312 en el seno de la Iglesia norteafricana dejaría al descubierto esta realidad, sobre todo en el momento en que Constantino intentó doblegar a los donatistas mediante el uso de la fuerza, ya que, a pesar del fracaso en este empeño, la jerarquía eclesiástica tomó conciencia de que un emperador que se entrometiese hasta ese punto en sus asuntos institucionales podría resultar incluso peor que un perseguidor pagano (Skarsaune, 2002, pp. 430-431). Tal inconveniente, no obstante, terminaríapor asumirse como un mal menor para seguir sosteniendo la privilegiada posición que ocupaba la Iglesia dentro de un Estado que, paulatinamente, fue cediendo a los intereses de la jerarquía eclesiástica. De hecho, no será el emperador, sino los obispos, quienes en un futuro inmediato dibujen las líneas maestras de la política religiosa de un Imperio en proceso imparable de cristianización (vid. últimamente, Just, 2003). Constantino fue, en efecto, el primer emperador que legisló contra las prácticas de la religión pagana: decretó la prohibición en el ámbito privado de los ritos propios de la aruspicina (la adivinación a través de las entrañas de los animales sacrificados). Pero con dicha medida no se pretendía todavía acabar con las costumbres religiosas paganas, sino simplemente controlar el ejercicio sacerdotal de los tradicionales poderes religiosos (adivinación, magia, etc.). Los hijos de Constantino serán quienes inauguren la verdadera represión oficial contra el paganismo. A partir del reinado de Constancio II comienzan verdaderamente a ponerse serias trabas a la práctica de la religión tradicional (Barceló, 2004). El Codex Theodosianus ha conservado en el capítulo décimo de su libro XVI veinticinco decretos destinados a tal efecto. La primera ley severa sobre el particular fue dictada en el año 354 por Constancio II: Queremos que todos los templos se cierren inmediatamente en todos los lugares y en todas las ciudades, que se prohiba el acceso a ellos para evitar la oportunidad de que los hombres depravados cometan pecado. Queremos también que todos se abstengan de realizar sacrificios. Si alguien cometiera tal crimen, que sea destruido con la espada vengadora. Decretamos también que las propiedades de quien sea ejecutado pasen al fisco. Los gobernantes de las provincias recibirán el mismo castigo si fueran negligentes en vengar tales crímenes (CTh., XVI, 10, 4; trad. M. Marcos).
Apenas diez años antes, Fírmico Materno, pagano convertido al cristianismo y autor de un panfleto titulado Sobre el error de las religiones paganas, había recordado a los emperadores su obligación de «corregir y castigar» a los súbditos que continuaban dejándose seducir por las supersticiones paganas, al mismo tiempo que les exhortaba a «perseguir por
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todas las maneras posibles a los seguidores del culto idolátrico» (Err., 2 0 ,5-7; 28, 6; 29,1-4). Es muy posible que tales palabras hubiesen sido motivadas por la «tibieza» con la que, para algunos cristianos, Constancio II se había conducido en una constitución anterior (del año 342) en la que, a pesar de reconocer que toda superstición debía ser completamente extirpada, ordenaba respetar los templos situados a extramuros de las ciudades (CTh., XVI, 10,3). Arcadio se encargaría oficialmente de su definitiva demolición en el año 399: Si quedan templos en el campo, que sean demolidos sin desórdenes y tumultos (sine turba ac tumulto). A sí, cuando sean demolidos y hechos desaparecer, con ellos desaparecerá el fundamento de toda superstición {CTh., XVI, 10, 16; trad. M. Marcos).
Es sobradamente conocido que, en virtud de un paulatino proceso de desacralización de los espacios paganos, muchos de los antiguos santuarios fueron reutilizados y transformados en iglesias (Hanson, 1978; SaradiMendelorici, 1990; Testa, 1991; Caillet, 1996; etc.). Lo cierto es que, salvo la breve época en que Juliano trató de revitalizar la cultura pagana (361-363), un efímero período de respiro que se desvanecería apenas desaparecido este emperador, el cristianismo fue imponiéndose progresivamente como religión dominante dentro del Imperio romano. Sin embargo, las posibles consecuencias desfavorables al dogma cristiano que pudieron derivarse de la drástica política de Juliano no pueden considerarse, en absoluto, una persecución. Serían simplemente efectos secundarios de ese breve intento restaurador del paganismo (Buenacasa Pérez, 2000). No existen dudas de que la conversión del cristianismo en religión oficial del Imperio según el Edicto de Tesalónica decretado por Teodosio el Grande en el año 380 (CTh., XVI, 1, 2), propició un endurecimiento aún mayor de la política imperial contra el paganismo, las herejías y el judaismo. Ahora bien, según ha resaltado M. Th. Fogen, «esta ley puesta en vigor por Teodosio no sólo define la esencia del credo oficial, sino que apela a los que hasta el momento no lo profesan para que se adhieran sin demora a él. En segundo lugar, el espíritu del decreto da un golpe de advertencia a los paganos. Al posicionarse el emperador en materia religiosa de una manera indiscutible, se deja bien claro cuál será en el futuro el camino a seguir por todos los súbditos del Imperio. A partir de ahora, todos aquellos que no se amolden a la conducta dictada serán tratados por parte de las autoridades como hostis communis salutis o incluso como inimici humani generis» (Fôgen, 1993, pp. 235-236; traducción, aunque con modificaciones, de P. Barceló). No es, por ello, casual que los mecanismos del poder cambiasen igualmente de significado según la conveniencia política e ideológica de la autoridad establecida. Así, por ej emplo,
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«en relación al crimen maiestatis -afirm a B. Santalucia (1990, p. 137)- las constituciones imperiales muestran la tendencia a extender la tutela antes reservada a la persona del príncipe a otros distintos aspectos del aparato estatal. Así, quedan ahora atraídos al ámbito y a las sanciones de lesa majestad la celebración de sacrificios y ceremonias paganas». Siguiendo el devenir lógico de los acontecimientos, era previsible que se terminara por prohibir a los paganos el desempeño de cargos públicos (CTh., XVI, 10, 12). Es innegable que para entonces la Iglesia ocupaba ya la posición privilegiada que sus enemigos habían ostentado con anterioridad. Las clamorosas peticiones de tolerancia procedían ahora de los paganos, como puede comprobarse, por ejemplo, en el caso de la protesta que, en nombre de la vieja aristocracia senatorial, el orador Quinto Aurelio Símaco elevó al emperador Teodosio en defensa de la restitución a la Curia romana del altar de la Victoria y en contra de la legislación antipagana que prohibía, una vez más, los sacrificios, la visita a los antiguos templos y, en definitiva, cualquier forma de culto que no fuese exclusivamente cristiana (CTh., XVI, 10, 7-12). «En el período de un siglo -afirma M. Marcos (2002, p. 87)- la situación había dado un giro completo. Diocleciano puso a los cristianos al margen de la ley y tomó contra ellos medidas sangrientas. Ahora existía una orden imperial que permitía perseguir a los paganos y, aunque no correspondía a los particulares ejecutar las leyes sino a los funcionarios del estado, el ambiente era propicio para las delaciones y para las acciones incontroladas de violencia». Muchas de ellas fueron promovidas de manera indiscriminada tanto por obispos como por monjes, exacerbados por un celo religioso que llegó hasta tal extremo que, en ocasiones, ni siquiera pudo ponerle freno la intervención «protectora» de la cancillería imperial (Testa, 1991, pp. 313ss.). Sorprende, por todo ello, que todavía algún autor moderno, posiblemente influido por un fuerte prejuicio apologético, continúe afirmando que «el ambiente pagano se sintió también impresionado por la actitud de los cristianos ante sus perseguidores, contra quienes no abrigaron sentimientos de rencor ni de venganza» (Baus, 1980, p. 598). En este sentido, parece muy oportuno, a mi juicio, recordar las palabras de J. Montserrat Torrents (1992, pp. 250-251) cuando afirma que «el paganismo no se extinguió: fue eliminado por ley. Los templos no decayeron: fueron cerrados y demolidos. Los paganos no se convirtieron: fueron obligados a convertirse. Con tales antecedentes, plantear el “problema” de la “conversión” del paganismo raya el cinismo historiográfico» (cfr. Frend, 1965, p. 456).
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EPÍLOGO
Hubo una época en que los historiadores modernos estuvieron obsesionados por calcular, aunque fuese de forma aproximada, el número total de víctimas que, a lo largo de su historia, generaron las persecuciones contra el cristianismo. Como era de esperar, los autores cristianos de la Antigüedad exageraron la cifra de martirios y muertes ocasionados por la crueldad de las autoridades paganas; según ellos, debían contarse por decenas de miles. Ante la ciega credibilidad con la que una parte considerable de la historiografía tradicional había aceptado la versión transmitida por los apologistas, algunos historiadores críticos decidieron emprender, a partir de mediados del siglo pasado, estudios más profundos sobre este particular. Así, por ejemplo, G. E. M. Ste. Croix (1954, pp. 100-102) revisó las cifras que aportaba Eusebio respecto a los llamados «mártires de Palestina» durante la Gran Persecución, estableciendo una triple división a partir de la información aportada sobre ellos por el historiador de Cesarea: por un lado, los voluntarios que se entregaron al suplicio para alcanzar la gloria celestial; por otro, los que, sin solicitar directamente el martirio, atrajeron voluntariamente la atención sobre sí mismos; y, finalmente, aquellos que fueron arrestados sin que favorecieran en absoluto su prendimiento. Al desestimar, por razones obvias, a los que se encontraban englobados en las dos primeras categorías, el citado investigador tan sólo registró dieciséis mártires (de los noventa y uno mencionados por Eusebio) que, ciertamente, podrían considerarse «víctimas reales» de la presión ejercida por las autoridades romanas sobre los cristianos. Lejos de apreciaciones como la de H. Daniel-Rops, para quien «el siglo II estuvo recorrido por la procesión de los que llevan en la frente la marca del martirio» (1951, p. 214; cfr. p. 224), lo cierto es que las investigaciones históricas de los últimos decenios registran una reducción considerable del número de víctimas. De acuerdo con los últimos análisis críticos de las fuentes, han sido dos las razones principales que motivaron este cambio de perspectiva: el carácter apócrifo de la mayor parte de las Actas de los Mártires y la tendencia desmedida a la hipérbole que caracterizó a los primeros autores cristianos, influidos sin duda por su fervor religioso (Lepelley, 1969, p. 112; Simon y Benoit, 1972, p. 85). Excluyendo a aquellos mártires cuyo nombre concreto desconocemos, H. Grégoire (1964, p. 162) consideró que las víctimas cristianas en todo el Imperio durante la Gran Persecución (la más cruenta de todas), no llegaron a superar la cifra de 2.500 ó 3.000. Un procedimiento
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similar condujo a W. H. C. Frend (1965, p. 537) a estimaciones no muy diferentes: de 2.500 a 3.000 para Oriente y tan sólo 500 para Occidente. Si nos hacemos eco de las palabras de un autor tan escéptico como K. Deschner (1990, p. 158), habría incluso que asumir que, según «las investigaciones más serias y no refutadas por nadie, se calcula la cifra de las víctimas cristianas, unas veces en 3.000, otras en 1.500 para el total de tres siglos de persecuciones». Sea como fuere, es innegable que el fortalecimiento de la religión cristiana durante los primeros siglos de nuestra era tuvo en las persecuciones (ya fuesen esporádicas o promovidas por edictos generales) un factor determinante. Paradójicamente, contribuyeron de alguna forma a dar un impulso decisivo a la organización y consolidación de la Iglesia. Es posible que, en este sentido, esté en lo cierto G. Puente Ojea cuando afirma que «la conversión de Constantino, acto eminentemente político, no es punto inicial, sino punto final de la sostenida pugna de la Iglesia por absorber crecientes parcelas de poder político, con el objetivo manifiesto de subordinarlo a la potencia hierocrática» (1992, p. 155). De hecho, como afirma A. Momigliano, a partir del siglo IV, «en Occidente la Iglesia reemplazó gradualmente al Estado moribundo en el trato con los bárbaros. En Oriente, por otra parte, la Iglesia se dio cuenta de que el Estado romano era mucho más vital y le apoyó en su lucha contra los bárbaros. En Occidente, tras haber debilitado al Estado romano, la Iglesia aceptó su legado y actuó independientemente sometiéndolos. En cambio, la Iglesia de Oriente casi se identificó con el Estado romano de Constantinopla» (Momigliano, 1989, p. 29). Ahora bien, no parece lícito recurrir a una interpretación sesgada del fenómeno histórico de las persecuciones contra los cristianos como argumento a partir del cual poder desprestigiar, desde una determinada perspectiva ideológica, los valores inherentes a la cultura antigua. Para algunos historiadores confesionales, la política persecutoria del Estado romano no suponía sino la constatación externa de la perversidad y crueldad que albergaba la sociedad romana. Según observó J. Daniélou (1964, p. 129), «resulta sorprendente que emperadores liberales y filósofos como los Antoninos cuenten con mártires en sus reinados. Pero es que la civilización greco-romana como tal escondía, bajo su barniz humanista, un fondo de crueldad». Sin embargo, desde una óptica ideológica diametralmente opuesta, otros investigadores sostienen que, en realidad, el Imperio romano sólo se defendió (aunque para nuestra época mediante el recurso inadecuado a la violencia) del exclusivismo y la intolerancia de la religión cristiana. En este sentido, debemos acudir, de nuevo, a la certera opinión de J. Montserrat Torrents y cerrar esta obra con las mismas palabras con las que concluía la suya: «Nosotros sólo rechazamos a los intolerantes, a los que no aceptan las reglas del juego. La
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actitud del paganismo tardío y sus representantes obedeció al mismo sentimiento. Rechazaron al que rechazaba, no toleraron al que no toleraba [...] El paganismo defendió y logró preservar valores que, mil años más tarde, renacieron y se han convertido en el fundamento de nuestra convivencia. Éstas fueron, por tanto, las razones del perseguidor: nuestras propias razones» (1992, p. 255).
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Caillet, J. P., «La transformation en églises d ’édificies publiques et de temples à la fin de l ’Antiquité», en Cl. L epelley (éd.), L a fin de la c ité antique e t le d ebut d e la cité m édiévale. D e la fin du IIIe siè cle à l ’avènem ent d e Charlom agne, Edipuglia, Bari, 1996, pp. 191-211. Candau, J. M .a; F. G aseó y A . Ramírez de Verger (eds.), L a conversion d e Roma. Cristianism o y pagan ism o, E diciones Clásicas, Madrid, 1990. Chuvin, P., Chronique des deniers p aïen s: la disparition du pa g a n ism e dans l ’E m pire romain, du règne d e Constantin à celui d e Justinien, Les B elles Lettres, Paris, 1990. Drake, H. A ., «Lambs into Lions: Explaining Early Christian Intolerance», P a st & P resent, 153, 1996, pp. 3-36. — , Constantine a n d the B ishops, U niversity o f John H opkins, Baltimore, 2000. Flint, V ., «The D ém onisation o f M agic and Sorcery in Late Antiquity: Christian Redefinition o f Paean R eligions», en B. Ankarloo y S. Clark (eds.), W itcraft a n d M agic in Europe, Athlone, London, 1999, pp. 277-348. Fôgen, M. Th., D ieE n teign u n g d e r W ahrsager. Studien zum kaiserlichen W issenschaftsm onopol in d e r Spatantike, Suhrkamp, Frankfurt am M ain, 1993. Fowden, G., «Bishops and Tem ples in the Eastern Roman Empire AD 320-435», Journal o f T heological Studies, 29, 1978, pp. 53-78. G effcken, J., The L a st D a y s o f Greco-Rom an P aganism , trad. S. M acCormack, North Holland Publishing Company, Amsterdam, 1978 (= Heidelberg, 1920). Gemmiti, D ., L a C h ie sa p riv ile g ia ta n el C odice T eodosiano, LER, N ap oli / Roma, 1991. G onzález Salinero, R., E l antijudaísm o cristiano occiden tal (siglos IVy V), Trotta, Madrid, 2000. Hanson, R. P. C., «The Transformation o f Pagan Tem ples into Churches in the Early Christian Centuries», Journal o f Sem itic Studies, 28, 1978, pp. 257-267. Jones, A. H. M ., C onstantine a n d the C onversion o f Europe, The E nglish U niversities Press, London, 1948. Just, P., Im perator e t episcopus. Zum Verhâltnis von S taatsgew alt u n d christlicher K irche zw ischen dem ersten K onzil von N icaea (325) und dem ersten K o n zil von K onstantin opel (381), Franz Steiner, Stuttgart, 2003. Leadbetter, B ., «Constantine and the Bishop: The Roman Church in the Early Fourth Century», Journal o f R eligious H istory, 26, 2002, pp. 1-14. M acM ullen, R., Christianity a n d Paganism in the Fourth to E ighth Centuries, Y ale University Press, N e w H aven/London, 1997. — , «Christianity Shape through Its M ission», en A . Kreider (ed.), The O rigins o f Christendom in the West, T & T Clark, Edinburgh/New York, 2001, pp. 97-117. M arcos, M ., «Actitudes cristianas hacia el paganism o en la Antigüedad tardía», en J. Torres (ed.), H istorica e t p h ilo lo g ic a in honorem José M aría R obles, Universidad de Cantabria, Santander, 2002, pp. 85-100. M om igliano, A. e t alii, E l conflicto entre el pagan ism o y e l cristianism o en el siglo IV, trad. M. Hernández Iñiguez, Alianza Universidad, Madrid, 1989. Onida, P. P., «II divieto dei sacrifici di animali nella legislazion e di Costantino. Una interpretazione sistem ática», en F. Sini y P. P. Onida (eds.), P oteri religiosi e istituzioni: il
101
Raúl González Salinero : L as p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación critica
culto d i San C ostantino im peratore tra O riente e O ccidente, Giappichelli-Iprom, Torino, 2003, pp. 73-169. Praet, D ., «Explaining the Christianization o f the Roman Empire. Older Theories and Recent Developm ents», S acris E ru diri, 3 3 ,1 9 9 2 -1 9 9 3 , pp. 1-119. Saggioro, A ., «Rapporti e conflitti tra paganesim o e cristiancsim o nel Codice Teodosiano», Annali d i S toria delV E segesi, 20, 2003, pp. 165-181. Saradi-M endelovici, H., «Christian Attitudes towards Pagan M onum ents in Late Antiquity and Their L egacy in Later Byzantine Centuries», D um barton O aks P a p ers, 4 4 ,1 9 9 0 , pp. 47-61. Sotinel, Cl., «La disparition des lieux de culte païens en Occident: enjeux et m éthodes», en M. Narcy y E. Rebillard (eds.), H ellén ism e e t christianism e, Presses Universitaires du Septentrion, V illen eu ve-d ’A scq, 2004, pp. 35-60. Testa, A ., «L egislazione contro il paganesim o e cristianizzazione dei tem pli (sec. IV -V I)», L iber Annuus, 41, 1991, pp. 311-326. Van Oort, J. y W yrwa, D. (eds.), H eiden u n d christen in 5. Jahrhundert, Peeters, Leuven, 1998.
102
Raúl González Salinero : L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación crítica
E xtensión del cristianismo, c. 300 d. C., a partir de W. W alsh, en N . Smart (ed), A tlas m undial de las religiones, trad. N. Caminero Arraz, Kônemann, Colonia, 2000 (= London, 1999), pp. MO141 y Skarsaune, 2002, p. 81.
103
Raúl González Salinero : Las p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación critica
Catacumba de Santa Tecla. Fresco con presunta escen a de martirio (V . Fiocchi N icolai, F. B isconti y D . M azzoleni, L as catacum bas cristian as d e Roma. Origen, desarrollo, aparato decorativo y docum entación epigráfica, trad. F. M. Romero Pecourt, Schnell & Steiner, Regensburg, 1999, p. 105).
/
104
Raúl González Salinero : L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano. Una aproxim ación critica
Com plejo de Dom itila. B asílica de los Santos M ereo y A quileo: pequeña colum na esculpida con el martirio de A quileo (V. F iocchi N icolai, F. B isconti y D . M azzoleni, Las catacum bas cristianas d e Roma. Origen, desarrollo, aparato decorativo y docum entación epigráfica, trad. F. M. Romero Pecourt, Schnell & Steiner, Regensburg, 1999, p. 106).
105
Raúl González Salinero : L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio rom ano. Una aproxim ación crítica
P. Ryl. II 112a: Certificado de sacrificio pagano. Teadelfia. A ño 2 5 0 d. C.
oí? έ π ΐ τω ν θυσιών ή ρη μένοι? παρά Αύρηλία? Σουήλεω? μητρό? Τ αήσεω ? ά πό κώμη? Θ εαδελφ εία?. καί ά εΐ μ εν θύουσα καί εύσεβοΰσα το ί? θεοί? δ ιετ έλ εσ α καί ν υ ν έ π ΐ πα ρόν τω ν υμών κατά τα π ρ ο σ τ α χ θ έ ν τα έθυσα καί ε σ π ε ισ α καί τώ ν ιε ρείων έγευ σ ά μ η ν, καί άξιώ ϋμά? ύποσημεκόσασθαι δ ιευ τ υ χ εΐτ ε. Αύρήλιοι Σερήνο? καί ' Ερμα? εϊ δ α μ εν σ ε θυσιάζουσαι; 'Ε ρμα ? σ(εσ)η(μείωμαι). (ετου?) α Α ύτοκράτορο? Κ αίσαρο? Γαίου Μ εσσιου Κ υίντου Τ ραϊανού Δεκίου Εύσεβοΰ? Ε ύτυχοΰ? Σεβαστοί) Παΰνι κ?.
Traducción: «A los com isarios de sacrificios departe de Aurelia Souelis, cuya madre es Taesis del pueblo de Teadelfia. Siempre he tenido la costumbre de sacrificar y reverenciar a los dioses, y ahora, en vuestra presencia, de acuerdo con los mandatos, he hecho sacrificio y libación, y he probado las ofrendas, y os ruego que lo certifiquéis. Saludos. Aurelio Sereno y Hermás te vim os sacrificar. Y o Hermás lo he firmado. Año primero del emperador César G ayo M esio Quinto Trajano D ecio Pío F élix Augusto [año 250], el 26 del m es Pauni [aproximadamente junio]» [J. D e M. Johnson, V . Martin y A. S. Hunt (eds.), C atalogu e o f the G reek P a p yri in the John R ylands L ibrary (M anchester), vol. II. D ocum ents o f the P tolem aic a n d Rom an P eriods (nos. 62456), The U niversity Press, M anchester, 1915, p. 94.]
106
INDICES AUTORES MODERNOS
Bruce, F. F., 97
Adamik, T., 92
Buenacasa Pérez, C., 77, 100
Aland, B., 96
Burckhardt, J., 100
Brunt, P. A., 98
Alfodi, A., 100
Burgess, R. W., 99
Alfôldy, G., 85
Caillet, J. P., 77, 101
Allard, P., 53, 55, 85
Callewaert, C., 33,95
Alvarez Gómez, J., 30, 85
Campenhausen, H. von, 93
Amat, J., 97
Candau, J. M.a, 101
Andrei, O., 97
Canfield, L. H., 86
Andresen, C., 89
Castillo Maldonado, P., 96
Arias Bonet, J. A., 95
Cezard, L., 95
Arias Ramos, J., 95
Chadwick, H., 90
Aubé, B., 85
Chiabó, M., 92
Barceló, P., 13, 49, 76-77, 89, 97, 100
Churruca, J. de, 86
Bames, T. D., 85,95, 100
Chuvin, P., 101
Bartolini, R., 93
Clarke, G. W., 99
Barzanô, A., 85, 97
Clévenot, M., 86
Baumeister, T., 96
Cochrane, Ch. N., 90
Baus, Κ., 55, 78, 85
Contreras, C. A., 90
Beard, Μ., 86
Corcoran, S., 99
Beatrice, P. F., 91, 100
Cova, P. V., 98
Beaude, P. M., 96
Crake, J. E. A., 95
Benko, St., 21, 44, 46, 86, 90, 97
Daguet-Gagey, A., 57, 98
Benoit, A., 79, 89
Dal Covolo, E., 98
Bickerman, E. J., 93, 97
Daniélou, J., 80, 86
Bisconti, F., 104-105
Daniel-Rops, H., 79, 96
Blázquez, J. M.a, 93
Davies, J. G., 95
Borgen, P., 94
Davies, P. S., 99
Borleffs, J. W. Ph., 95
Daza Martínez, J., 41, 90
Boulhol, P., 14,91
De Decker, D., 99
Bovini, G., 27, 95
De Labriolle, P., 90
Bowersock, G. W., 40, 92, 96
Delehaye, H., 96
Boyarín, D., 96
Deschner, Κ., 54, 80, 86
Bradbury, S., 100
Dibelius, M., 35, 86
Bravo, G., 96
Dieu, P. L., 95
Brent, A., 17, 92
Dodds, E. R., 90
Brezzi, P., 27, 86
Dôlger, F. J., 92
Brown, P., 8, 100
Drachmann, A. B., 91
Brox, N., 96
Drake, Η. A., 101
107
Raúl González Salinero : L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación crítica Duval, Y., 70, 98, 99
Hopkins, Κ., 40, 87
Eastwood, B. S., 86
Hubefiák, F., 90
Edwards, M. J., 90, 92
Hunt, A. S., 106
Ferguson, E., 86, 96
Iglesias, J., 37,95
Fernández Ubiña, J., 16-17, 29, 89, 93
Jaeger, W., 90
Fiedrowicz, M., 90
Janssen, J., 97
Filoramo, G., 56, 64, 68, 86
Janssen, L. F., 92
Fiochi Nicolai, V., 104-105
Johnson, J. De M., 106
Fishwick, D., 92
Jones, A. H. M., 101
Fitzgerald, J. T., 90
Jones, D. L., 92
Flint, V., 101
Jossa, G., 34, 54, 87
Fôgen, M. Th., 77, 101
Junior, M. A., 91
Fontaine, J., 93
Just, P., 76, 101
Fowden, G., 101
Keresztes, P., 33, 87, 98-99
Frend, W. H. C„ 29, 31, 66, 78, 80, 86, 94, 99
Klauck, H.-J., 19, 87
Gabba, E., 93
Kolb, F., 99
Gamsey, P., 13, 86
Laistner, M. L. W., 90
Gaseó de la Calle, F., 39, 96
Lanata, G., 95
Geffcken, J., 101
Lancel, S., 99
Gemmiti, D., 101
Lane Fox, R., 87
Gigon, O., 90
Laupot, E., 91
Giordano, O., 99
Lazzati, G., 97
Giovannini, A., 98
LeBlant, E. F., 33, 95, 97
González Salinero, R., 101
Leadbetter, B., 101
Goodman, Μ., 90
Leclercq, H., 87
Gottlieb, G., 86, 89
Leigh Gibson, E., 31
Gradel, I., 92
Leone, M., 98
Grant, R. M., 90
Lepelley, Cl., 26, 79, 87
Grégoire, H., 79, 86
Lieu, J., 3), 40, 94
Griffe, E., 86, 95
Llorca, B., 30, 54-55, 87
Grzybek, E., 46, 98
Lombardi, G., 87
Guignebert, Ch., 87
Lopuszanski, G., 87
Gustafson, M., 95
Luehrmann, D., 92
Guterman, S. L., 87
MacMullen, R., 101
Hanson, R. P. C., 77, 90, 101
Maraval, P., 48, 53
Hare, D. R. A., 94
Marcone, A., 99
Hargis, J. W., 90
Marcos, M., 78, 101
Hamack, A. von, 29, 87
Marín, N., 17, 92
Healy, P. J., 99
Markschies, Chr., 87
Helgeland, J., 93
Markus, R. A., 87
Henrichs, A., 92
Marrou, H. I., 87
Hoeck, A. van der, 41, 96
Martin, J.-P., 87
Hoffmann, A. B., 90
Martin, V., 106
108
Raúl González Salinero : L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano. Una aproxim ación crítica Mazzoleni, D., 104-105
Riddle, D. W., 97
McGowan, A., 90
Rizzi, M., 41, 91, 97
Meslin, M., 87
Rodríguez Herrera, I., 91
Millar, F., 92
Rougier, L. J., 11,86-87,91
Minnerath, R., 18,40, 87
Rouselle, A., 95
Molthagen, J., 87
Ruffin, C. B., 88
Momigliano, A., 80, 101
Ruggiero, F., 91
Mommsen, Th., 33, 95
Saggioro, A., 102
Monachino, V., 95
Sainte Croix, G. E. M. de, 1 7 ,2 3,26,45,79,88, 100
Montevecchi, O., 93
Santalucia, B., 18,78, 96
Montserrat Torrents, J., 11,19,22-23,45, 54,67, 78, 80-81,88, 94
Santos Yanguas, N., 46-47, 55, 88, 98
Moreau, J., 26, 35, 58, 86, 88
Saradi-Mendelovici, H., 77, 102
Moreschini, Cl., 34, 54, 88
Saulnier, C., 88
Mouxy, B. de, 93
Schafke, W., 88
Munier, Ch., 88
Scholer, D. M., 30, 94
Nagy, A. A., 92
Schowalter, D. N., 88
Nestle, W., 93
Schwarte, K. H., 98
North, J., 86
Segura Ramos, B., 35, 98
Olbricht, Th. H„ 90
Selinger, R., 100
Onida, P. P., 101
Sherwin-White, A. N., 23, 89
Orestano, R., 36, 95
Siat, J., 98
Padovese, L., 90
Simmons, M. B., 91
Parkes, J., 30, 94
Simon, M., 29, 31, 79, 89, 91, 94
Pascal, C., 93
Siniscalco, P., 89
Paschoud, F., 91
Skarsaune, O., 72, 76, 94, 103
Pavón Torrejón, P., 35, 95
Smart, N., 103
Perea Yébenes, S., 16, 46, 91, 97
Sordi, M., 27, 45-46, 55, 61, 63, 89, 98
Perkins, J., 97
Sotinel, Cl., 102
Peterson, E., 90
Speigl, J., 99
Pezzella, S., 66, 91, 97, 99
Stauffer, E., 89
Plescia, J., 88
Stover, H. D., 89
Pohlsander, H. A., 60, 98
Stroumsa, G. G., 11, 91
Pouderon, B., 47, 98
Taylor, M. S., 30-31,94
Praet, D., 102
Teja, R., 15, 50, 59, 63, 65, 72, 89, 99
Prete, S., 33, 95
Testa, A., 77-78, 102
Price, S., 86, 90
Tibiletti, C., 89
Prieto, A., 17, 92
Tomaselli, G., 89
Pucciarelli, E., 94
Trocmé, É., 89
Puente Ojea, G., 11, 28, 75, 80, 88
Van Henten, J. W., 97
Ramelli, I., 47, 98
Van Oort, J., 102
Ramírez de Verger, A.,
Vermander, J. M., 91
Rascón García, C., 34, 95
Volterra, E., 93
109
Raúl González Salinero : L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación crítica Walsh, J. J., 89, 91
A d Dem., 2
16
Walsh, W., 103
De apost., 6
64
Waltzing, J.-P., 93
D e laps., 8
61-62
Watson, G., 91
Epist., 6, 1
23
Weidmann, F. W., 99
'Epist., 13, 5, 1
23
White, L. M., 90
Epist., 75, 10
58
Whittaker, J., 93
Epist., 80, 1
64
Wilken, R. L., 92
Clemente de Alejandría,
Williams, St., 12, 100
Epist. Cor., 60-61
18
Wlosok, A., 8, 89
I Epist. virg., 10, 1-2
23
Woods, D., 100
Paedag., III, 11,81,3
23
Workman, H. B., 89
Strom., III, 4, 30
22
Wyrwa, D., 102
Strom., III, 34, 3
22
Strom., VII, 17, 108, 2
22
Young, F., 94
Codex Gregorianus, 14,4
Zeller, E., 93 Zuccotti, F., 19, 96
Codex Theodosianus, XVI, 1,2
INDICE DE FUENTES
XVI, 10, 3
Apocalipsis,
69 77 77
XVI, 10, 4
76
XVI, 10,7-12
78
1,9 2,3
47
XVI, 10, 12
78
47
XVI, 10, 16
77
2,9
47
Collectio legum mosaicarum
2, 13 17,6
47
et romanarían,
47
19,2
47
20,4
47
15,3
Aristides, Apol., 14
30 16
Ad nat., I, 3
16 24-25
Legat., 3
21 23
Legat., 32
De nat. deor., III, 59 CIL, I, 2,581
37
Hist., LIV, 6, 6
12
Hist., LXVII, 14, 1-3
47
12
21
Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., Ill, 17-18 Hist, eccl., IV, 9, 1-3
Cicerón, Alt., IV, 17, 1 De leg., II, 8, 19
26
Epístola de Judas,
Atenágoras, Legat., 2
1, 18, 13 48, 2, 6 Dión Casio,
Arnobio de Sicca, Ad nat., I, 1
69
Digesto,
46 51
Hist, eccl., IV, 13, 1-7 Hist, eccl., IV, 26, 6
28
17
Hist, eccl., IV, 26, 10 Hist, eccl., V, pról., 1
52-53 54
12
Hist, eccl., V, 21, 1
55 30
34 12
Cipriano de Cartago,
Hist, eccl., VI, 12, L
110
53
Raúl González Salinero : L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano. Una aproxim ación crítica
Hist, ecci., VI, 21, 3-4
58
Hist, ecci., VI, 34
59
Bell. Civ., 110
34
Hist, ecci., VI, 41, 9
Bell. Gall., I, 50
34
Hist, ecci., VI, 41, 11-13
60 62
Hist, ecci., VII, 1
65
IApol., 1, 17
11
Hist, ecci., VII, 13
66
lApol., 4
24 28
Julio César,
Justino,
Hist, ecci., VIII, 1, 5
67
IApol., 5, 1-3
Hist, ecci., VIII, 6
67
IApol., 17, 1
28
Hist, ecci., VIII, 6, 9
70
IApol., 17,3-4
28
IApol., 24 IApol., 47ss.
30
73
IApol., 68, 5-10 IIApol., 1,2
28
77
IIApol., 2, 16 IIApol., 3 (4)
24
Err., 20, 5-7 Err., 28, 6
77
IIApol., 12, 4-5
Err., 29, 1-4
77
Dial. Tryph., 110
21 52
Dial. Tryph.,passim
30
Hist, ecci., VIII, 13, 13
71
Hist, ecci., X, 5,4-14
74
Hist, ecci., X, 9, 7-9 Vit. Const., I, 26-29
75
Firmico Materno,
Flavio Josefo, Ant., XX, 18, 11
45
Lactancio, De mort, pers., 3
Gesta apud Zenophiliim consulares, 3-4 Hechos de los Apóstoles, 17,5 24,5 Herodiano, Hist., VII, 1, 3-4
70 43 43 58
Refut., V, 7, 18-19
70 71
De mort, pers., 15, 6-7 De mort, pers., 34
71 72
De mort, pers., 34, 3-4
72
De mort, pers., 44, 3-6
73
De mort, pers., 48, 2-12
74
15,39
atque Agathonicae, 57
Max., 9, 7-8
58
Sev., 17, 1
56
4: Martyrium Pionii, 1
Ignacio de Antioquía,
Tral., VIII, 2
46
Martyrium Carpi, Papili
22
Alex. Sev., 29, 3
Epist. Rom., IV, 1-3
39-40
De mort, pers., 11,3 De mort, pers., 15, 5
De mort, peregi·., 13
22
Historia Augusta,
Epist. Efes., 3, 1
51
Luciano,
Hipólito de Roma, Refut., V, 7, 14
24
24 40-41 21
Ireneo de Lyón, Adv. haer., I, 6, 3
22
Adv. haer., I, 13, 1-5 Adv. haer., I, 25, 3
22 22
Adv. haer., I, 31, 1-2
22
15 63
3
31
4
31-32
7
35
8,3-4
63
13
30
15
63
Martyrium Polycarpi,
111
9
15,38
11
30
Raúl González Salinero : L a s p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación crítica
12
30
Minucio Félix,
Apol., 2, 10
38-39
Apol., 5, 2
44
Oct., 20, 1
14
Apol., 5, 4
46
Oct., 26, 8
41 38
Apol., 5, 6
53
Oct., 28, 3-4 Orígenes, Contr. Cels., Ill, 15 Contr. Cels., IV, 32
16, 60 28
Contr. Cels., VI, 27 Contr. Cels., VI, 40
21 21
Contr. Cels., VIII, 73
29
Passio Eupli, 1
39
Pastor de Hermas,
Apol., 21
30
Apol., 21, 1
30
Apol., 21, 25
30
Apol., 27, 3-5
28
Apol., 32, 2-3
18
Apol., 37, 8
21
Λρο/., 38, 2
27
Apol., 40, 2
16
Λρο/., 42, 9
28
De ieun., 17, 3
23
Scorp., 10, 10
30
simii., VIII, 6 ,4
52
simii., IX, 10,7-11,8
23
vis., II, 2, 2
52
vis., II, 2, 6
52
vis., III, 2, 1
52
INDICE ANALÍTICO
Epist., X, 96
34, 38, 48-49
Epist., X, 97
49
aborto: 21 Abraham: 57
Tito Livio, XXXIX, 8,-19
12
Plinio el Joven,
Acilio Glabrión: 46-47
Primera Epistola de Pedro, 2, 12
Acta Martyrum: 14, 19, 31, 40, 54, 63, 79 21
adivinación: 76
Suetonio,
Adriano, emperador: 50-51,53
Aug., XXXII, 1
12
Claud., 25, 11
44
Dom., 10, 2-3
46
agapetae'. vid. subinlroductae
Ner., 16, 2
20
Agatónica, mártir: 15
África: 53,67,71 agápe (ágape cristiano, comida fraternal):
Alejandría: 67
Taciano, Or. graec., 27
Alejandro de Jerusalén: 61
24
Alejandro Severo, emperador: 57-58
Tácito, Ann., XV, 44, 2-5
altar de la Victoria: 78
20, 45
ángeles: 14
Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, 3, 4
antijudaísmo: 8, 31, 46
21
antimilitarismo cristiano: 28-29
Tertuliano,
Antioquía: 58, 67
Ad nat., I, 7, 9
34
Ad nat., I, 9, 3
16
antropofagia: 21
Λί/ν. Iud., 13, 26 Apol., 2, 1-4
30 24
Apocalipsis'. 11,47
Apol., 2, 5
21
Apolonio de Tiana: 57
Apol., 2, 7-9
50
Apolonio, senador: 55~
Antonino Pío, emperador: 52
apologistas: vid. literatura apologética
112
Raúl González Salinero : L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación critica
apostasia, apóstatas: 36-37,49, 52, 61-64,66, 75 Argelia: 70
condena a las minas (metalla)·. 35 confesores: 64
Arnobio de Sicca: 29 aruspicina: 76
confiscación de bienes: 65-66, 69-70, 72-73
Asia Menor: 15, 23, 47, 53, 67
Constancio Cloro, emperador: 68, 71, 73
astrologia, astrólogos: 52
Constancio II: 76-77
ateísmo: 13, 15, 17,46-47,51
Constantine: 70
consistentes: 62
Atenas: 52
Constantino, emperador: 4 3,59,71, 73-76, 80
Augusto, emperador: 12, 17
Constantinopla: 80
Augustos: 68,71,73
construcción de iglesias: 75
Aurelia Souelis: 106
contumacia·. 33
Aurelio Cirinio: 66
«conversión de Constantino»: 73
Aurelio Sereno: 106
Cornelio, obispo: 64
Babilas de Antioquía: 61 Bacanales: 12, 53
corte imperial: 68
banquetes tiesteos: 21
crimen maiestatis: vid. maiestas
Cosa: vid. inscripción de Cosa
bárbaros: 80
crimina·. 20
Beelphegor, misterios de: 31
crucifixión: 75
bienes eclesiásticos: 65-66, 69-70, 72-75
culto imperial: 17-19,47-48
Bitinia-Ponto: 21, 48
daimones (démones, demonios): 14, 18, 28, 67 Decennalia·. 57
Britania: 71 Caifás, sacerdote judío: 44 Capadocia: 58
Decio, emperador: 33, 43, 60-64, 66, 71, 103
cárcel, cárceles: 52, 61-62, 70-71
Demetrio, obispo: 66
Carpo, mártir: 15
Derecho penal romano: 35, 54
Cartago: 57, 61
Derecho romano: 20
Celso, filósofo pagano: 22 Césares: 68, 71
desjudaización: 8
Chrestos: 44
destrucción de templos paganos: 76-78
Cibeles: vid. Mater Magna
devotio: 18
cínicos (filósofos): 39 Cipriano de Cartago: 16, 23, 58, 61-66
difusión del cristianismo: vid. expansión del
circo, circos: 30 Cirta, iglesia de: 70
Diocleciano, emperador: 29, 36, 63, 66-69, 7174, 78
Claudio, emperador: 44
Dión Casio: 46
delicta'. 20
deslealtad cristiana al Estado romano: 13, 51
cristianismo.
Clemente de Alejandría: 23, 41
Dionisio de Alejandría: 59-62, 64, 66
Código Gregoriano: 68-69
dioses romanos: vid. panteón romano discriminación de los paganos en el Imperio
Código Teodosiano: 76-78 coercitio: vid. ilis coercitionis
cristiano: 77-78
cognitio extra ordinem·. 25, 36-37
divorcio: 75
collegia illicita'. 26-27
Domiciano, emperador: 19, 46-48
collegia religionis·. 27
domingo, fiesta dominical: 75
collegia tenuiorum: 27 Cómodo, emperador: 52, 55
Domitila: vid. Flavia Domitila donaciones a la Iglesia: 27
Concilio de Arlés (314): 75
donatismo, donatistas: 76
113
Raúl González Salinero : L as persecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación crítica
Edicto de Milán (año 313): 43, 72-73
Hermás: 106
Edicto de Tesalónica (afio 380): 77
Hispania: 67, 71
Egipto: 67
Historia Augusta'. 51, 56
ejército: 28-29, 68, 73, 75
honestiores: 52, 69
El Fayum: 61
hostis communis salutis: 77
encarcelamiento: vid. cárcel, cárceles
humiliores: 52
episcopado monárquico: 56
idolatría: 18
Epístola a los Hebreos'. 35
ídolos: 14-15, 22
Epistola a los Romanos: 11
Iglesia, iglesias: 7, 11, 16, 22, 27-29, 31, 40-41,
esclavitud, esclavos: 65, 75 Esmima: 15, 23, 53
43,46,52,55-56, 58-59,62-67,69-70,72,7478,80
Euplo, diácono mártir: 39 Eusebio de Cesarea: 28,30,46,51-55,58-60,65-
illicita religio: 15
67, 70, 72-74, 79 excomunión: 75
impietas (impiedad), impíos: 15, 19, 21, 31, 33,
expansión del cristianismo: 7-8, 11,43, 67, 103
incendio de Roma (afto 64 d. C.): 20,43, 45-46 incestum (incesto): 21, 33
imperium: 36-37 36, 38,40,61
fanatismo, fanáticos: 39, 50 Felicidad, mártir: 57
inimici humani generis: 77, vid. también odium humani generis
fílantropismo: 15 Filipo el Árabe, emperador: 58-60
inscripción de Cosa: 60 institutum neronianum: 34-35
filosofía pagana, filósofos paganos: 14, 39, 46, 80
intolerancia, intolerantes: 8, 13, 80 Iovius: 68
Firmiano, obispo: 58 Firmico Materno: 76-77
Ireneo de Lyón: 22-23
fisco: 66
Isis: 12
fiscus iudaicus: 47
Italia: 67, 71
fiagitia: 19-23
iuramentum (sacramentum): 18
Flavia Domitila: 47 fracaso mesiánico: 44
iurisdictio: 36-37 ius coercitionis: 33, 36
Fundano: vid. Minucio Fundano
ius divinum: 17
Galerio, emperador: 68-69, 71-72
ius gladii: 49
Galia:23, 54, 67,71
jerarquía eclesiástica: 21, 23, 31, 61, 65-66, 70,
Galieno, emperador: 66
76
genius imperatoris (genius principis): 17-18
Jesús de Nazaret: 43, 47, 52
Gesta apud Zenophilum consulares: 70 gladiadores: 22, 47
judaismo, judíos: 7-8, 13, 29-31, 40, 43-44, 46-
gnosticismo, gnósticos: 22-23, 54 Gordiano III, emperador: 59
judeocristianismo: 11
Gran Persecución: 67-74, 79
Juliano, emperador: 77
Graniano: vid. Sereno Graniano Grecia: 67
Julio César: 44
Heliogábalo, emperador: 57
juramento
Hércules: 68 Herculeus·. 68
iuramentum Justino: 11,21,24, 28,30,40,51-52
herejías, herejes: 77
Lactancio: 29, 46, 70=73
47, 56-57,61,77 Julia Mamea: 58
Júpiter Capitolino: 47, 60, 68
114
cívico:
11,
18,
vid.
también
Raúl González Salinero : L as persecu cion es contra los cristian os en el Im perio rom ano. Una aproxim ación crítica
Larisa: 52
mitos antiguos: 14-15,19
lealtad cristiana al Estado romano: 11,16-18, 30
Mitra: 12
Legio XII Fulminata·. 16-17
Moisés: 74
legis actiones: 36
monarquías orientales: 68 monjes violentos: 78
libellatici (libeláticos): 61-63 libertad religiosa: 66, Ti
monoteísmo: 13-14, 17, 56-57 montañismo, montañistas: 54
licita religio: 7, 66 literatura apologética: 11, 14, 16, 18, 21, 24, 28,
mosmaiontm: 19
29-30, 3 5 ,4 0 ,4 6 ,5 0 , 52, 79
munera curialia: 75
liturgia cristiana: 23 logos: 14
mystérion santificante: 18 Nerón, emperador: 20,30, 34-35,43,45-46
luchas de fieras: 22
Nicomedia: 68
Lucio Vero, emperador: 53 Lucio, obispo: 64
Nilo, río: 16
ludi saeculares: 57
Novaciano: 63
Lugdunense: 52
Numidia: 70
nomen Christianum: 24-25, 36, 38, 50-51, 55
Lyón: 53-55
«objeción de conciencia»: 29, 75
Macedonia: 67
Occidente: 62, 67, 71, 80
Macrino, «ministro»: 27, 65
odium humani generis: 20
magia, magos: 20, 52, 76
ordo equester: 57, 65
maiestas (maiestas imminuta): 18, 33, 36-37, 50,
ordo senatorius: 65
77-78
Orfeo: 57
Majencio, emperador: 73
orgías sexuales: 21
maleficia: 20
Oriente: 56, 62, 67, 71, 74, 80
maniqueismo: 68-69
Orígenes, apologista: 16, 21, 28-29, 41, 58, 60
manumissio in ecclesia: 75
Pablo de Tarso: 14, 28
Marcia, concubina: 55
Pablo, obispo norteafricano: 70
Marco Aurelio, emperador: 16-17, 52-55
Pacato, legado: 52
marcosianos (gnósticos): 23, 54
pacifismo cristiano: 28-29
«mártires de Palestina»: 79
paganismo, religiones paganas, paganos: 7-8,12-
martirio, mártires: 37-41, 47, 64, 79 martirios voluntarios: 39, 79
15, 21-28, 30, 37, 54, 57, 59-60, 76-79, 81 Palestina: 44, 52, 57
masas populares: 15, 17, 23, 25-26, 45, 50-52, 54, 60
Pandataria, isla: 47 panteón romano: 12-14, 16, 70
Mater Magna (Cibeles): 12
Papilo, mártir: 15
Maximiano, emperador: 68, 71, 73
Passiones: 40
Maximino Daya, emperador: 72-73
Pastor de Hermas: 52
Maximino Tracio, emperador: 58
pax deorum: 13, 15-17
Melitón de Sardes: 28, 52-53
Pérgamo: 53
milagro de la lluvia: 16-17 Milán: 68, 73
petro-paulinismo: 8, 11, 22-23, 54, 56
minas: vid. condena a las minas
Pina, obispo: 66
mfnim: 30
Pío, obispo de Roma: 52
Minucio Félix: 38, 41
Pionio, mártir: 30-32, 35, 63-64
Perpetua, mártir: 57
Minucio Fundano: 51
115
Raúl González Salinero : L as p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano. Una aproxim ación crítica
Plinio el Joven (Cayo Plinio Cecilio Segundo):
Tácito: 35, 46
11,21,34-35,38, 48-49, 55
Taesis: 106
Policarpo, mártir: 15, 37-38
Talmud de Babilonia: 7
politeísmo: 8, 12-13, 17, 48-50, 58, 61-62, 65, 69-72, 106
templos paganos: 15, 77
Pontifex Maximus·. 59
Teodosio el Grande, emperador: 77-78
Teadelfia: 106
Porfirio, filósofo pagano: 22
Terminalia: 69
Primera Epístola de Clemente a los Romanos: 11
Tertuliano: 16, 18, 21-22, 24, 26-30, 34-35, 38,
Primera Epistola de Pedro: 11 Princeps: 67
Tesalónica: 52
profetismo carismático: 54
Tetrarquía: 33, 67, 73-74
44, 46, 50, 53, 57
provocatio ad populum: 36
thurificati: 62
psíquicos (católicos): 22
Tiber, río: 16
Puente Milvio, batalla del: 73
Tiberio, emperador: 44
Quinto Aurelio Símaco: 78
Tito Flavio Clemente: 46-47
rabinos, judaismo rabínico: 7, 43
tolerancia: 12-13
restitución de bienes: 72-73, 78
«tolerancia controlada»: 13
restitutor sacrorum: 60
Tora (Ley mosaica): 7, 14, 30
retórica antijudía: 31 ritos paganos: 21
traditores: 70 Trajano, emperador: 21, 34,47-51, 53-55
Ródano: 54
transformación de los templos paganos en
Roma: 16, 43-49, 52-55, 59-60, 63-64, 67-68
iglesias: 77-78
sacramentum: vid. iuramentum sacrificios paganos: 62, 63, 65, 70-71, 76, 78
Trebonio Galo, emperador: 64 tumultos populares: 23,25,44-45, 51, 54,60,77-
sacrilegium: 33
78
Satanás: 18
Ulpiano, jurista: 26
secta cristiana: 21
valentinianos (gnósticos): 22, 54
sectas, sectarios, 7, 17, 22, 43, 45, 49, 54
Valeriano, emperador: 27, 63-67
Senado, senadores: 20, 46, 55, 58, 60, 65
Verdadero Israel: 7
Septimio Severo, emperador: 56 Serapis: 12
Vicennalia: 71
Verus Israel: vid. Verdadero Israel
Sereno Graniano: 51
Vienne: 53-54
Silvano, obispo: 70
xenofobia: 54
Símaco: vid. Quinto Aurelio Símaco
zelotes: 44
Sinagoga, sinagogas: 7, 30-31, 45, 47, 56 sincretismo religioso: 12, 53 Siria: 67 sistema formulario {performulam): 36 sociedad pagana: 8, 28-29 stantes: 62 subintroductae (vírgenes cristianas bajo dirección espiritual): 23 Suetonio: 46 superstitio, superstición: 14-15, 19-20, 38, 46, 49, 76-77
116